Exposición De Romanos
Por Dr. Harry A. Ironside
Contenido
El Tema y su Análisis
DIVISION I: Doctrinal,
Capítulos 1 - 8: la justicia de Dios revelada en el Evangelio
- Salutación e introducción
- La necesidad del Evangelio
- El Evangelio en relación con nuestros
pecados
- El Evangelio en relación con el pecado
- El triunfo de la gracia
DIVISION II: Dispensacional,
Capítulos 9 al 11: La justicia de Dios armonizada con su tratamiento
Dispensacional
- Cómo trató Dios a Israel en el pasado
- Cómo trata Dios a Israel en la actualidad
- Cómo tratará Dios a Israel en el futuro
DIVISION III: Aspectos
prácticos, Capítulos 12 al 16: La justicia de Dios produce una justicia de
orden práctica en el creyente
- La conducta del cristiano en relación con
los creyentes y con la gente del mundo
- El creyente frente al gobierno y a la
sociedad
El Tema y su Análisis
Es indudable que la Epístola a
los Romanos constituye la declaración más científica del plan divino de la
redención que plugo a Dios dar a los hombres. Dejando totalmente a un lado el
asunto de su inspiración, podemos considerarlo como un tratado de inmensa
trascendencia, de gran poder intelectual y que pone en fuga a las filosofías
más brillantes concebidas por la mentalidad humana.
Es digno de notarse que el
Espíritu Santo no escogió a un pescador indocto o a un galileo provinciano para
desplegar toda la grandeza y majestuosidad de su plan de redención. Seleccionó
a un hombre de perspectivas internacionales: a un ciudadano romano que era, a
la vez, hebreo de hebreos; a un hombre cuya educación lo había familiarizado
con la prosapia de la cultura griega y romana, que incluía historia, religión,
filosofía, poesía, ciencias y música, además de los conocimientos minuciosos
que tenía del judaísmo, tanto como revelación divina y cuerpo de las
tradiciones rabínicas y las adiciones agregadas al depósito sacro de la LEY,
los PROFETAS y los SALMOS. Este hombre, nacido en el altivo centro educacional
de Tarso de Cilicia y educado en Jerusalén a los pies de Gamaliel, fue el vaso
escogido para hacer conocer la obediencia a la fe y la gloria del evangelio del
Dios bendito a todas las naciones, tal como se halla expuesto en esta
carta inmortal.
Es evidente que fue escrita en
algún lugar marcado por la trayectoria entre Macedonia y Jerusalén,
probablemente en Corinto, como lo indica la tradición.
A punto de emprender el viaje
que lo llevaría de Europa a Palestina para llevar la ofrenda provista por las
iglesias gentiles para los judíos cristianos, que son hermanos suyos según la
carne y en el Señor, el corazón del apóstol añora a Roma, "la ciudad
eterna", la señora del mundo antiguo, donde ya existe una iglesia
cristiana que no es el fruto directo de los trabajos del gran misionero. Un
número de los miembros ya lo conocen; para otros es un desconocido, pero anhela
verlos a todos como buen padre que es en Cristo, y desea vivamente compartir
con ellos el tesoro precioso que le ha sido confiado. El Espíritu ya le ha
indicado que la voluntad de Dios ha preparado un viaje a Roma para él, aunque
las circunstancias y el momento no le han sido reveladas. Así es cómo escribe
esta exposición del plan divino y la envía por medio de Febe, una mujer
piadosa, diaconisa de la iglesia de Cencrea, que ha sido llamada a Roma para
cumplir cierta misión. La carta sirve el doble propósito de presentarla a los
cristianos de esa ciudad y de ofrecerles el desenvolvimiento maravilloso de la
justicia de Dios revelada en el evangelio de acuerdo con el testimonio confiado
a Pablo. ¡Pensemos en la gracia divina que confía este documento incomparable a
las débiles manos de una mujer en tiempos como aquellos! Toda la Iglesia de
Dios ha sentido una gratitud inmensa hacia Febe y hacia Dios que vigiló todo el
asunto, por haber preservado el documento valioso que ella entregó a salvo en
manos de los ancianos de Roma y, por ende, a nosotros.
El tema de la epístola es la
justicia de Dios. Esta epístola forma parte de un trío inspirado de
exposiciones que reunidas proporcionan una exégesis sorprendentemente rica de
un breve pasaje del Antiguo Testamento. El texto aludido se encuentra en
Habacuc 2:4: "El justo por su fe vivirá". Las tres cartas referidas
son Romanos, Gálatas y Hebreos; cada una de ellas tiene como base este pasaje.
La epístola a los Romanos
tiene que ver particularmente con las dos primeras palabras. Su mensaje,
"EL JUSTO vivirá por la fe", contesta el problema que plantea el
libro de Job: "¿Cómo se justificará el hombre con Dios?"
La epístola a los Gálatas
expone la palabra central del texto: "El justo VIVIRÁ por la fe". El
error de los Gálatas consistió en creer que la vida cristiana comienza con la
fe y se perfecciona mediante las obras. El apóstol les demuestra que vivimos
por medio de la misma fe que nos justifica. "¿Habiendo comenzado por el
Espíritu, ahora vais a acabar por la carne?”
La carta a los hebreos gira
alrededor de las dos palabras finales del pasaje: "El justo vivirá por LA
FE". Da énfasis a la naturaleza y poder de la fe, mediante la cual
solamente camina el creyente justificado. Diré de paso que por esta única razón
no abrigo la menor duda de que es paulina la epístola a los Hebreos, lo mismo
que Romanos y Gálatas, después de haber examinado cuidadosamente los muchos
argumentos que se esgrimen en su contra; y esta posición la confirma el apóstol
Pedro en su segunda carta 3:15 y 16, porque es a hebreos convertidos a quienes
escribe y a ellos Pablo también les había escrito.
La epístola a los Romanos
puede dividirse fácilmente en tres grandes porciones.
- Los capítulos 1 al 8 son
DOCTRINALES y ofrecen la Justicia de Dios revelada en el Evangelio.
- Los capítulos 9 al 11 son DISPENSACIONALES y
tratan de la Justicia de Dios armonizada con su Tratamiento Dispensacional.
- Los capítulos 12 al 16 son DE ORDEN PRACTICO y
ponen al descubierto que la Justicia de Dios produce en el creyente una
justicia de Orden Práctico. Cada una de estas tres divisiones se subdivide
en porciones menores y éstas en secciones y subsecciones.
Al someter el bosquejo que
sigue, no hago nada más que ofrecerlo como sugerencia. Es posible que el
estudiante meticuloso crea encontrar un plan más apropiado para cada una de las
secciones, y es posible que le sea más fácil separar los varios párrafos en otro
modo, pero yo sugiero el análisis siguiente como el que a mí me parece más
sencillo y luminoso.
DIVISION I: DOCTRINAL (capítulos 1 al 8) — La justicia de Dios revelada
en el Evangelio.
SUBDIVISION I (cap. 1:1—3: 20)
— La necesidad del Evangelio.
Sección A (cap. 1:1-7) — Saludos.
Sección B (cap. 1:8-17) — Introducción.
- Sub sección a (vers 8-15) — La mayordomía
del apóstol.
- Sub sección b (vers. 16-17) — Presentación
del tema.
Sección C (cap. 1:18—3: 20) —
Demostración de la impiedad e injusticia de toda la raza humana.
- Sub sección a (cap. 1:18-32) — La condición
degradante de los paganos, el mundo bárbaro.
- Sub sección b (cap 2:1-16) — La condición
de los gentiles cultos. Los moralistas.
- Sub sección c (cap. 2:17-29) — La condición
de los judíos religiosos.
- Sub sección d (cap 3:1-20) — La totalidad
de la acusación: abarca a todo el mundo.
SUBDIVISION II (cap.
3:21—5:11) — La relación que guarda el Evangelio con el problema de nuestros
PECADOS.
Sección A (cap. 3:21-31) — La justificación por la
gracia mediante la fe basada sobre una redención que ha sido terminada.
Sección B (cap. 4) — El testimonio de la ley y
los profetas.
- Sub sección a (vers. 1-6) — La
justificación de Abraham.
- Sub sección b (vers. 7-8) — El testimonio
de David.
- Sub sección c (vers. 9-25) — Para toda la
humanidad sobre el mismo principio.
Sección C (cap. 5:1-5) — La paz con Dios: su base y
los resultados.
Sección D (cap. 5: 6-11) — Resumen.
SUBDIVISION III (cap.
5:12—8:39) — La relación que guarda el Evangelio con el PECADO que mora en
nosotros.
Sección A (cap. 5:12-21) — Las dos razas y las dos
cabezas.
Sección B (cap. 6) — Los dos amos: el pecado y
la rectitud.
Sección C (cap. 7) — Los dos esposos, las dos
naturalezas y las dos leyes.
Sección D (cap. 8) — El triunfo de la gracia.
- Sub sección a (vers. 1-4) — Ninguna
condenación: en Cristo.
- Sub sección b (vera. 5-27) — El Espíritu de
Cristo en el creyente.
- Sub sección c (vers. 28-34) — Dios en
nosotros.
- Sub sección d (vera. 35-39) — Ninguna
separación.
DIVISION II: DISPENSACIONAL (capítulos 9 11) — La justicia de Dios
armonizada con su tratamiento dispensacional.
- SUBDIVISION I (cap. 9) — Cómo trató Dios a
Israel en el pasado en la gracia de elección.
- SUBDIVISION II (cap. 10) — Cómo trata Dios
a Israel en el presente en la disciplina gubernamental.
- SUBDIVISION III (cap. 11) — Cómo tratará
Dios a Israel en el futuro en cumplimiento de las escrituras proféticas.
DIVISION III: ASPECTOS PRACTICOS (cap. 1216) — La justicia de Dios
produce una justicia de orden práctico en el creyente
SUBDIVISION I (cap. 12:1—15:
7) — Queda revelada la perfecta,
buena y aceptable voluntad de Dios.
- Sección A (cap. 12) — La conducta del
cristiano en relación con los hermanos creyentes y con la gente del mundo.
- Sección B (cap. 13) — La relación del
creyente con los gobiernos del mundo.
- Sección C (cap. 14) — La libertad cristiana
y la consideración hacia los demás.
- Sección D (cap. 15:1-7) — Cristo, el modelo
del creyente.
SUBDIVISION II (cap. 15: 8-33) — Conclusión.
SUBDIVISION III (cap. 16:1-24) — Salutaciones. APENDICE
(cap. 16: 25-27) — Epílogo: el misterio revelado.
Yo me permitiría subrayar a
los estudiantes la importancia que tiene aprender de memoria el bosquejo que
acabamos de apuntar, o algún otro análisis similar de la epístola, antes de
estudiar la carta en sí, porque si no se fijan de un modo firme en la memoria
las grandes divisiones y subdivisiones, se corre el riesgo de dejar la puerta
abierta para que más tarde se infiltren interpretaciones falsas e ideas
confusas. Por ejemplo: Muchas personas no se percatan que el problema de la
justificación ha quedado resuelto en capítulos 3 al 5, y cuando llegan al
capítulo 7 se muestran perplejas. Pero si se hubiera comprendido bien la
enseñanza de los primeros capítulos, entonces se vería que el hombre que
aparece en el capítulo 7 no pregunta nuevamente cuál es la posición del pecador
delante de Dios, sino que está preocupado sobre el modo cómo el creyente santo
debe comportarse en santidad. O cuantas almas se distraen casi por completo
introduciendo problemas de caracteres eternos en el capítulo 9, que están
totalmente fuera del pensamiento del escritor, y tratan de meter el cielo y el
infierno en el pasaje como si ésos fueran los asuntos que están en juego,
mientras Dios trata los grandes problemas dispensacionales de su soberana
gracia electiva para con Israel, la repudia temporalmente como nación, a la vez
que su gracia se vuelva de un modo especial hacia los gentiles. Menciono estos
ejemplos en este momento para impresionar al estudiantado de la importancia que
tiene el dominar "un bosquejo de conceptos sanos" cuando se estudia
esta o aquella porción de la Biblia.
Me voy a permitir agregar una
o dos sugerencias. A veces resulta útil el tener "palabras
clave” que ayuden a fijar ciertas ideas en la mente. No ha faltado
quien apodara muy apropiadamente a Romanos como "la epístola del
foro", lo cual me parece muy útil, porque en esta carta el pecador es
conducido a la sala de audiencias, o sea al foro, el lugar del juicio, y allí
se le pone a prueba y se demuestra su culpabilidad total y que no le queda nada
más que hacer; pero que, mediante la obra de Cristo, se ha tendido una base
nueva sobre la cual puede quedar justificado de todas las inculpaciones
formuladas contra él. Pero esto no es todo lo que Dios ha hecho. Dios reconoce
abiertamente al pecador creyente como su propio hijo, lo constituye ciudadano
de una raza favorecida y heredero suyo, y pregunta directamente a los
objetores: "¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién
contra nosotros?" Toda voz silencia porque "Dios es el que
justifica", y no a expensas de la justicia y la rectitud, sino de pleno
acuerdo con ellas. Esta posición explica fácilmente el uso de términos legales
y judiciales, tan frecuentes en la argumentación.
En cierta ocasión se le
preguntó a un pecador moribundo si le agradaría salvarse. — Por supuesto —
contestó, agregando con toda sinceridad: — pero no quiero que Dios haga algo
que no debe hacer para salvarme.— Por medio de la carta a los Romanos supo cómo
Dios puede ser "el justo y el que justifica al que es de la fe de
Jesús". Sin duda recordaréis cómo se expresó Sócrates quinientos años
antes de Cristo. Dirigiéndose a Platón le dijo: —Es posible que la Deidad
perdone los pecados, pero cómo lo hace, no lo sé —. Este es el problema que el
Espíritu Santo trata de un modo tan amplio en esta epístola, y muestra que Dios
no salva al pecador a expensas de su justicia. O sea dicho en otras palabras:
si el pecador se salva, no es porque la justicia sea ladeada para que la
misericordia triunfe, sino que la misericordia encuentra un camino por el cual
la justicia divina queda plenamente satisfecha y el pecador culpable queda
justificado ante el trono de Dios.
El apóstol Juan sugiere la
misma verdad gloriosa cuando dice en su primera epístola 1: 9: "Si
confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados,
y limpiarnos de toda maldad". Si dijera: "El es misericordioso y
grande en perdonar", nuestra mente pobre y finita encontraría el todo
mucho más natural, antes de haber sido instruida divinamente por supuesto.
Aunque el evangelio es el modo más maravilloso del desarrollo de la
misericordia de Dios y exalta su gracia como ningún otro elemento puede
hacerlo, con todo descansa sobre la base firme de la justicia que proporciona
una paz tan estable al alma que cree a ese evangelio. Puesto que Cristo murió,
Dios no puede ser fiel consigo mismo o justo con el pecador creyente, si
condena todavía a quien confía en el que llevó sus pecados en su cuerpo en el
madero de la cruz.
Es la justicia de Dios la que
magnifica esta epístola a los Romanos y que fue lo que David exclamó cuando
dijo: "Líbrame (o, sálvame) en tu justicia". Fue meditando sobre este
versículo que el alma ensombrecida de Lutero comenzó a ver la luz esplendorosa
del evangelio. El podía comprender que Dios lo condenara en su justicia, pero
su alma encontró paz cuando vio que Dios puede salvarlo en su justicia también.
Indecibles miríadas de almas han encontrado la misma liberación de esta misma
perplejidad, porque han comprendido que la gloriosa justicia de Dios que se
revela en el evangelio tiene su contraparte de que Dios salva y permanece
justo. Si no llegamos a ver este punto mientras estudiamos la epístola,
perderemos el gran propósito que tuvo Dios al dárnosla.
Todavía tengo otra idea que os
deseo presentar y que me parece de suprema importancia para quienes tratan de
presentar a otros el mensaje del evangelio. Es ésta: Que en Romanos tenemos el
evangelio que es enseñado a los santos antes que el evangelio predicado a
pecadores inconversos. A mí me parece que vale la pena recordar este detalle.
Para salvarse basta solamente confiar en Cristo, pero para comprender nuestra
salvación y obtener el gozo y las bendiciones que Dios quiere que poseamos, es
preciso que la obra de Cristo sea desplegada ante nosotros. Esto es
precisamente lo que el Espíritu Santo ha hecho en esta preciosa epístola. Fue
escrita a personas que ya estaban salvadas para mostrarles los cimientos sólidos
y firmes sobre los cuales descansa su salvación, es decir, la justicia de Dios.
Cuando la fe apropia esta posición, toda duda y temor desaparecen y el alma
entra en posesión de un gozo inefable.
División I: Doctrinal
Capítulos 1 al 8
LA JUSTICIA DE DIOS REVELADA
EN EL EVANGELIO
Salutación e Introducción
Capítulo 1:1-17
Al comenzar el examen de esta
epístola a razón de versículo por versículo, conviene que recordemos una vez
más la verdad preciosa que está contenida en las palabras, "Toda la
Escritura es inspirada por Dios y útil" (2 Timoteo 3:16). Dios ha hablado
por medio de su Palabra y la carta que vamos a analizar contiene uno de los
mensajes más importantes que El ha dado a la humanidad. Convendrá, entonces,
que acometamos el estudio en espíritu de oración y despojados de toda idea
preconcebida para que Dios corrija nuestros pensamientos o, mejor todavía, los
suplante con los suyos propios por medio desu Palabra inspirada.
Como ya lo hemos visto, los
siete primeros versículos forman la salutación y demandan un examen minucioso,
porque contienen verdades sumamente preciosas aunque presentadas aparentemente
del modo más casual. Pablo, el escritor, se llama a sí mismo un siervo
(literalmente, esclavo) de Jesucristo. Por supuesto, no quiere decir que su servicio
sea el del esclavo sino de alguien que se da cuenta que debe la obediencia
total del corazón porque ha sido "comprado por precio" mediante la
sangre preciosa de Cristo.
Se cuenta la historia de un
amo que estaba a punto de traspasar a un esclavo con una lanza, cuando un
caballeresco viajero británico extendió el brazo para atajar el golpe, pero fue
alcanzado por la temible arma. Mientras la sangre manaba de la herida, exigió
la entrega del esclavo, alegando que él lo había comprado mediante su propio dolor,
a lo cual el amo accedió aunque de mala gana. Cuando éste se alejaba, el
esclavo se echó a los pies de su libertador y le dijo: —El que ha sido comprado
con sangre es ahora el esclavo del hijo de misericordia y desde ahora le
servirá con toda fidelidad—. El esclavo insistió en acompañar a su generoso
libertador y se gozó en atenderlo en toda forma imaginable. Así es cómo Pablo y
cada redimido llega a ser esclavo de Jesucristo. Hemos sido libertados para
servir y bien podemos exclamar con el salmista: "Oh Jehová, ciertamente yo
soy tu siervo, siervo tuyo soy, hijo de tu sierva; tú has roto mis
prisiones" (Salmo 116:16).
Pero Pablo no sólo fue un
siervo, un esclavo en el sentido general de la palabra, sino que lo fue en un
sentido peculiar y exaltado. Fue llamado apóstol; no como dice la Versión de
Valera, "llamado a ser apóstol". Las palabras "a ser"
aparecen en letras cursivas y no son necesarias para completar el sentido de la
frase. Puede parecer una pequeñez como para llamar la atención, pero lo cierto
es que en el versículo 7 aparece la misma interpolación, solamente que en este
caso descarría, como lo veremos más adelante.
No es preciso que pensemos en
Pablo como uno de los doce. No faltan quienes ponen en duda el procedimiento
del nombramiento de Matías (Hechos 1: 15-26), pero me parece que podemos
considerar su elección por medio de la suerte como el último acto oficial de la
vieja economía. Era necesario que el puesto fuera ocupado por alguien que
hubiera sido compañero del Señor y de los discípulos desde el bautismo de Juan,
cuyo lugar Judas perdiera, de modo que en los días gloriosos de la regeneración
terrenal que generalmente llamamos Milenio, esté completo el número de los doce
apóstoles del Cordero que han de sentarse en los doce tronos para juzgar las
doce tribus de Israel. El ministerio de Pablo tiene un carácter distinto. El
fue de un modo preeminente el apóstol de los gentiles, y a él le fue entregada
especialmente "la revelación del misterio". Este detalle coloca su
apostolado en un pie totalmente diferente al de los doce. Estos conocieron a
Cristo sobre la tierra y su ministerio estuvo ligado de un modo bien definido
con el reino y la familia de Dios. Pablo lo conoció primeramente como el Señor
glorificado, y su evangelio fue, de un modo distintivo, el evangelio de la
gloria.
Pablo fue "apartado para
el evangelio de Dios", y podemos considerar tal separación, con toda
justicia, desde varios puntos de vista. Fue separado para este ministerio
especial desde antes que naciera. Como en el caso de Moisés, Jeremías y Juan el
Bautista, fue separado desde el vientre de la madre (Gálatas 1:15), pero
primero tuvo que aprender la debilidad y la nulidad de la carne. Más tarde Dios
tuvo misericordia de él, lo separó de entre la muchedumbre que vivía sin Cristo
y lo llamó mediante su gracia divina. Pero hubo más. Fue liberado, en un
sentido muy especial, tanto del pueblo de Israel como de las naciones gentiles,
para ser ministro y testigo de lo que había visto y oído. Y finalmente, estando
en Antioquía de Pisidia (aparentemente se refiere a lo ocurrido en Antioquía de
Siria, según Hechos 13:13. Nota del redactor) con Bernabé, los hermanos, de
acuerdo a las instrucciones divinas, les pusieron las manos sobre ellos para
que llevaran específicamente el evangelio a los gentiles que se encontraban más
allá de los límites de sus fronteras. Este es el evangelio que aquí es llamado
"el evangelio de Dios", en el versículo 9 es llamado "el
evangelio de su Hijo" y en el 16 sencillamente "el evangelio".
El versículo 2 constituye un
paréntesis e identifica el evangelio con las buenas nuevas prometidas en los
tiempos del Antiguo Testamento y predichas por los profetas en las Sagradas
Escrituras. "De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que
en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre". Timoteo había
sido enseñado desde la niñez en las Sagradas Escrituras y el apóstol dice de
ellas que "te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en
Cristo Jesús".
El evangelio no es una ley
nueva. No es un código de ética o de moral. No es un credo para ser aceptado.
No es un sistema religioso al cual hay que adherirse. No es un conjunto de
buenos consejos para ser seguidos. Es un mensaje divino que está relacionado
con una Persona divina, el Hijo de. Dios, Jesucristo nuestro Señor. Este ser
glorioso es verdaderamente Hombre y, sin embargo, verdaderamente Dios. Es el
Renuevo que brotó de la raíz de David y, por lo tanto, verdaderamente hombre.
Pero también es el Hijo de Dios, el que nació de la virgen y no tuvo padre
humano, como lo demuestran sus obras maravillosas. El Espíritu de Santidad dio
testimonio de tal poder cuando el Hijo de Dios trajo a la vida a personas que
habían fallecido. La expresión que dice: "Por la resurrección de entre los
muertos" es literalmente: "Por resurrección de personas
muertas". Incluye su propia resurrección, por supuesto, pero también
abarca la resurrección de la hija de Jairo, la del hijo de la viuda de Naín y
la de Lázaro. Quien pudo así robar las presas a la muerte fue Dios y hombre en
una misma Persona bendita y adorable, digna de toda adoración y alabanza, para
el tiempo y para la eternidad.
De aquel Resucitado, Pablo
recibió la gracia, no solamente como favor inmerecido sino aun opuesto al
mérito, pues Pablo había merecido precisamente lo contrario. Recibió, además,
el apostolado como llamado divino, para que hiciera conocer el evangelio a
todas las naciones por medio de la obediencia a la fe que es por el nombre de
Cristo.
Todo esto quiere decir que el
apostolado de Pablo abarcaba a los que estaban en Roma. Hasta entonces no había
podido visitarlos personalmente, pero su corazón deseaba verlos ardientemente
como a los llamados en Jesucristo. Por eso, al escribirles, les dice: "A
todos los que estáis en Roma, llamados santos". Obsérvese que eran santos
del mismo modo que él era apóstol, vale decir, por llamado divino. No llegamos
a ser santos porque actuamos como santos, pero siendo constituidos santos,
debemos manifestar la santidad.
De acuerdo con la costumbre
que tiene al escribir sus cartas, Pablo les desea gracia y paz del Dios nuestro
Padre y del Señor Jesucristo. Como salvos por gracia en primer lugar,
necesitamos gracia continuamente para que nos ayude en toda la trayectoria del
camino. Como tenemos paz con Dios mediante la sangre de su cruz, necesitamos la
paz de Dios para que guarde en paz el corazón mientras viaja hacia el descanso
eterno que queda para el pueblo de Dios.
Los versículos 8 al 17
constituyen la Introducción que aclara los móviles que le impulsan a escribir.
Es evidente que varios años
antes que el apóstol escribiera esta carta se había comenzado una obra de Dios
en Roma, porque la fe de la asamblea cristiana de esta ciudad ya era conocida
en todo el mundo, es decir, en todo el Imperio Romano. No existe ninguna
evidencia que demuestre que esa obra cristiana estuviera conectada con las
actividades apostólicas. Las Escrituras y la historia guardan silencio absoluto
acerca de quién fundara la iglesia que estaba en Roma. Cierto es que no fue
Pedro. No existe la razón más remota para conectar su nombre con ella. La
jactancia de la Iglesia Católica Romana de estar fundada sobre Pedro como la
roca y de que el obispo romano es el sucesor de Pedro, es una madeja que no tiene
la menor consistencia. No tenemos ningún medio de saber si algún apóstol visitó
la capital del Imperio hasta que Pablo mismo llegó a ella encadenado.
Parecería como si hubiera
existido una razón providencial que impidiera que el apóstol arribara antes a Roma.
Pone a Dios por testigo (a ese Dios a quien sirve no sólo en cuanto a lo
externo sino en su espíritu, en el hombre interior, en el evangelio del Hijo de
Dios) de que nunca dejó de orar por aquellos cristianos romanos desde el
momento que tuvo noticias de ellos; y unido a las peticiones está su deseo
sincero de que, si es la voluntad de Dios, pueda tener la oportunidad de
visitarlos y de tener un próspero viaje. Sabemos que tal oración fue contestada
de un modo totalmente distinto a lo que hubiéramos esperado, y nos ofrece una
pequeña idea de que la respuesta a nuestras oraciones está condicionada por la
soberana sabiduría de Dios. Nadie puede decir que le conviene tomar tal o cual
camino. Los caminos son de Dios, no son nuestros.
Pablo desea verlos porque
espera que pueda ser empleado por Dios para impartirles algún don espiritual
que les ayude a ser establecidos en la verdad. No espera ser solamente una
bendición para ellos, sino espera plenamente ser bendecido por ellos. Los dos
habrían de ser bendecidos.
Muchas veces en el correr de
los años pasados se había preparado para ir a Roma, pero los planes quedaron
frustrados. El ansiaba conseguir algún fruto entre ellos como lo había obtenido
en otras ciudades gentiles, porque se sentía deudor de toda la humanidad. El
tesoro que le había sido confiado no era para su propio solaz sino para que lo
compartiera con otros, ya fueran griegos o bárbaros, cultos o ignorantes. Así
es que, dándose cuenta de eso, se sintió dispuesto a predicar el evangelio en
Roma como en cualquiera otra parte.
Creo que cuando dice en el
versículo 16, "No me avergüenzo del evangelio", significa mucho más
de lo que la gente adjudica por lo general a tales palabras. No quiere decir
simplemente que no tiene vergüenza de ser llamado cristiano, o de que está
siempre dispuesto a declarar con denuedo su fe en Cristo; quiere decir que para
él el evangelio es un plan maravilloso de la redención de la humanidad, porque
es inspirado; un sistema de revelación divina que trasciende todas las filosofías
de la tierra, y que él está siempre dispuesto a defenderlo en cualquier
terreno. No es que él haya dejado de visitar a Roma porque no se sienta
competente a presentar las pretensiones de Cristo en la metrópolis del mundo,
como algunos podrían suponer, en una forma tal que no pueden ser rebatidas y
repudiadas lógicamente por los filósofos cultos que abundan en la gran ciudad.
No. El no teme que ellos puedan desmoronar con razonamientos sutiles lo que él
sabe es el único plan autorizado de salvación. Es verdad que está más allá de
la razón humana, pero no es ni ilógico ni irrazonable. Es perfecto porque viene
de Dios.
Este evangelio ya se ha
demostrado ser la dinámica divina que trae liberación a todo aquel que coloca
su fe en él, ya sea el judío religioso o el griego culto. Que es el poder de
Dios y la sabiduría de Dios en todo cuanto concierne a la salvación. Que
soluciona cada necesidad de la mente, de la conciencia y del corazón del ser
humano, porque en ese evangelio está revelada la justicia y rectitud de Dios
que se acepta por medio de la fe. Yo entiendo que este es el significado cabal
y exacto de esa frase un tanto obscura que ha sido traducida: "por fe y
para fe". En realidad quiere decir: de lo que surge de la fe y va a la fe,
o sea: basado en el principio de la fe para quienes tienen fe. También podemos
poner esta idea en otra forma y decir que no es una doctrina de salvación que
se opera por medio de obras, sino que es la proclamación de una salvación que
se obtiene enteramente por el principio de la fe. Tal lo había declarado
Habacuc siglos antes cuando Dios habló al profeta afligido y le dijo: "El
justo por su fe vivirá".
Como ya lo hemos visto, este
es el texto de toda la epístola. Y lo mismo sucede con las de Gálatas Y
Hebreos. Proporciona la quintaesencia del plan divino. Dio descanso a millones
de almas a través de los siglos. Es el fundamento de lo que se llama la teología
Agustina. Es la llave que abrió a Martín Lutero la puerta de la libertad. Fue
el grito de combate de la Reforma del siglo XVI,y es la piedra de toque, desde
entonces, de todo sistema que pretende ser de Dios. Si estamos mal fundados en
este punto, forzosamente lo estaremos en todos los demás. Es imposible
comprender el evangelio si se entiende mal o se niega este principio básico. La
justificación por la fe únicamente, es la prueba de la ortodoxia.
Ninguna mente que no esté enseñada por el Espíritu Santo la recibe, porque este
principio pone enteramente a un lado al primer hombre por carnal e inútil, a
fin de que el Segundo Hombre, el Hombre del Consejo de Dios, el Señor
Jesucristo, pueda ser el único exaltado. La fe rinde todo honor al Señor porque
El es quien terminó la obra que salva y en quien solamente Dios es glorificado
totalmente; en quien se mantiene la santidad de Dios; en quien quedan
vindicadas su justicia y rectitud, y no por la muerte del pecador, sino por la
salvación de todos los que creen. Es un evangelio digno de Dios y demuestra su
poder por lo que efectúa en aquellos que lo reciben por la fe.
La Necesidad del Evangelio
Capítulos 1:18 al 3:20
Hemos visto que el evangelio
revela la justicia de Dios. Pero ahora el apóstol procede a demostrar la
necesidad que existe de tal revelación, y para ello apila texto sobre texto,
evidencia sobre evidencia y escritura sobre escritura para probar el hecho
solemne de que el ser humano no tiene justicia propia a qué apelar y que por
naturaleza y de hecho es incapaz de servir a un Dios de santidad infinita cuyo
trono está fundado sobre la justicia. Tal es lo que hace en la sección de esta
epístola comprendida en los capítulos 1:18 al 3: 20. En forma magistral coloca
a toda la humanidad ante el tribunal de Dios y demuestra que la condenación
pende sobre todos por cuanto todos pecaron. El hombre es culpable,
irremisiblemente culpable, y no puede hacer absolutamente nada para salir de
tal condición. Si Dios no provee una justicia para él, está perdido.
Los versículos 18 al 32 del
primer capítulo consideran la situación de los bárbaros. "Porque la ira de
Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres
que detienen con injusticia la verdad". La primera categoría corresponde
al mundo pagano, la segunda a quienes han recibido la revelación divina. Por lo
general los bárbaros y los paganos son impíos. No conociendo al Dios verdadero
están "sin Dios en el mundo". Por lo tanto, su conducta se describe
como impiedad.
Por otra parte, al judío le
habían sido entregados el conocimiento de Dios y un código divino de justicia,
y se gloriaba de poseerlos mientras caminaba en la injusticia. Y hasta mantuvo
la verdad en injusticia, como si tuviera alguna clase de privilegio para
hacerlo. Pero la ira de Dios se manifestó contra estos dos tipos de personas.
Los paganos no tienen excusa.
El paganismo y la idolatría no son etapas de la evolución humana mientras el
hombre pasa del cieno a la divinidad. El paganismo es un descenso, no un
ascenso. Las grandes naciones paganas sabían más en el día de ayer de lo que
saben en la actualidad. El conocimiento de Dios que desparramó el diluvio,
abarcó a todo el mundo antiguo conocido. En los orígenes de todos los grandes
sistemas paganos encontramos un monoteísmo puro. Pero los hombres no pudieron
soportar este conocimiento íntimo de Dios porque les hizo sentirse incómodos en
sus pecados, e inventaron una legión de divinidades y deidades menores para que
sirvieran de intermediarios; y así, poco a poco, se fue desvaneciendo el
conocimiento del Dios verdadero. Pero aun hoy la creación es su testigo
permanente: "Porque lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios
se lo manifestó."
La sucesión ordenada de las
estaciones y la exactitud matemática del movimiento de los cuerpos celestes
llevan estampado el testimonio de la Mente Divina, y el raudo correr de las
estrellas proclama el poder y la grandeza del Creador, de modo que "las
cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles
desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas".
La palabra griega poima, que aparece en el original, está vertida al español
por medio de dos voces: "cosas hechas", y de este vocablo griego se
deriva el nuestro poema. La creación es el gran poema épico de Dios, en
el que cada parte encaja perfectamente con la otra como las líneas y estrofas
de un himno majestuoso. En Efesios 2:10 encontramos nuevamente la misma
palabra: "Porque somos hechura suya", es decir, la obra de sus
manos, su poema, "creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales
Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas". Este es el poema
más grande de Dios: el poema épico de la Redención. Estos dos poemas
maravillosos son celebrados en los capítulos 4 y 5 del libro del Apocalipsis.
En el 4 los santos entronizados y coronados adoran a Cristo como Creador; en el
5 lo adoran como Redentor.
Siguiendo el argumento del
apóstol Pablo, notamos en los versículos 21 al 23 que las naciones bárbaras no
tienen excusa por encontrarse en su situación de ignorancia y bestialidad.
"Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le
dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio
corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios, y
cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre
corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles." Observemos los pasos
descendentes de este tobogán de la idolatría: primero aparece Dios como un hombre
idealizado, luego aparece como semejante a los pájaros que hienden los aires,
más tarde como las bestias que recorren la tierra y finalmente como las
serpientes y otros seres detestables, ya sean reptiles o insectívoros, que se
arrastran sobre la tierra. Hasta los egipcios adoraban la serpiente y el
escarabajo y, con todo, la mitología egipcia esconde la revelación original de
un Dios vivo y verdadero. Todo esto implica una gran degradación por parte de
una de las naciones más iluminadas de la antigüedad. Y otras revelan grietas
parecidas de bajeza y deterioro.
Porque los hombres abandonaron
a Dios, El los abandonó a su vez. En los versículos que siguen a los citados se
menciona dos veces este hecho: "Dios los entregó" primero a la
inmundicia y después a afectos viles y vergonzosos. Una vez se dice que
"Dios los entregó a una mente reprobada". Las inmoralidades y vilezas
que se narran en este pasaje son la resultante natural de haberse apartado el
hombre del Santo Dios. No se crea que las tintas que describen las obscenidades
indecibles del paganismo estén cargadas. Cualquier persona interiorizada con la
vida de los pueblos idólatras lo sabe muy bien. Lo terrible de la situación es
que toda esa vileza y degradación se reproduce en la alta sociedad moderna cada
vez que los hombres y mujeres se apartan de Dios. Si la gente cambia la verdad
de Dios en mentira y adora y sirve a la criatura en vez del
Creador, viola todo el orden de la naturaleza, porque aparte del temor a Dios
no existe poder conocido que ponga coto a las malas pasiones del corazón
natural del hombre. Es parte misma de la naturaleza de las cosas que la carne
manifieste sus peores aspectos una vez que Dios entrega a los hombres para que
sigan los impulsos de sus lascivias depravadas.
Los versículos finales
muestran el panorama de la humanidad apartada de Dios. El pecado y la
corrupción triunfan por doquier. Es imposible encontrar justicia cuando el
hombre da las espaldas a Dios y, cuando no tiene sensibilidad por los pecados
que comete ni vergüenza por los malos caminos en que anda, se cumple aquellos
de que "habiendo entendido el juicio de Dios, que los que practican tales
cosas son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que también se complacen
con los que las practican".
El recorte que copiamos a continuación
prueba a las claras que el cuadro del paganismo que pintó el apóstol Pablo
perdura hasta el día de hoy: "En cierta ocasión un maestro chino le dijo a
un misionero cristiano, que la Biblia no podía ser un libro tan antiguo después
de todo, puesto que el primer capítulo de Romanos ofrece una descripción de la
conducta china que debía haber sido trazada por algún misionero que conociera
muy íntimamente las costumbres del pueblo. Este error de apreciación era
explicable y constituye un excelente testimonio pagano de la verdad de la
Biblia."
Los primeros dieciséis
versículos del capítulo siguiente traen a colación el panorama de otra clase de
gente: el mundo de la cultura y del refinamiento. ¡Es indudable que entre los
educados, entre los seguidores de los varios sistemas filosóficos, habría gente
que llevaría una vida tan justa que podría acercarse a la presencia de Dios
para reclamar sus bendiciones, a base de su propia bondad! Es indudable que
habría quienes pretendían mirar con disgusto y con horror la vida lasciva y
sensual del populacho ignorante, pero ¿eran ellos más santos y más puros en su
vida privada que aquellos a quienes condenaban sin piedad?
Ahora les toca también a éstos
ser llevados ante la corte judicial donde el apóstol los alinea sin piedad
frente al augusto tribunal de Aquel que "es justo y ama la justicia".
"Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que seas tú que
juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque tú que
juzgas haces lo mismo. Mas sabemos que el juicio de Dios contra los que
practican tales cosas es según verdad". La filosofía es incapaz de impedir
que los adictos se complazcan en los deleites sensuales. El reconocimiento del
mal no arbitra los medios para vencerlo. La cultura no limpia el corazón ni la
educación altera la naturaleza humana; y el juicio de Dios será aplicado a
quien hace el mal, de acuerdo a la verdad. Es posible que quien enaltece la
virtud mientras practica el mal lo pase bien entre sus semejantes; pero no
puede engañar a Aquel cuya santidad no tolera ni la sombra de una iniquidad.
Por eso el apóstol pregunta
con toda severidad: "¿Y piensas esto, oh hombre, tú que juzgas a los que
tal hacen, y haces lo mismo, que tú escaparás del juicio de Dios? ¿O
menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando
que su benignidad te guía al arrepentimiento?" Los hombres tienen la
tendencia a creer que Dios condona el modo como viven porque la sentencia
contra su mal proceder no se ejecuta de inmediato, pero la verdad es que El
espera pacientemente que los humanos hagan uso de la oportunidad de enfrentar
sus pecados, reconozcan su culpabilidad y acepten la misericordia que se les
ofrece. Pero los hombres, en vez de hacerlo y, de acuerdo con la dureza e impenitencia
del corazón que no ha sido tocado por la gracia divina, "atesoran para sí
mismos ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios,
el cual pagará a cada uno conforme a sus obras".
¡Qué expresión tan solemne:
"atesorando", o acumulando, apilando, "ira para el día de la
ira”! Aquí viene muy bien el caso de aquella pobre mujer que, acosada porque
creía en "la tontería del lago de fuego y azufre" porque "en
ninguna parte se podría encontrar acumulada semejante cantidad de azufre",
contestó con mucho criterio y solemnidad: "Es que cada cual carga consigo
su propio azufre". ¡Eso es, exactamente! ¡Cada rebelde contra Dios, cada
pecador contra la luz, cada violador de su propia conciencia lleva consigo su
propia carga de azufre! ¡El mismo cava su propio destino!
Yo creo que sería propio que
considerásemos a los versículos 7 al 15 como formando un paréntesis, porque
tales versículos encierran grandes verdades de juicio que silencian para
siempre al cavilante que está pronto para acusar a Dios de injusto por el hecho
de que ciertas personas tienen luz y privilegios que otras no tienen.
En realidad el juicio será
hecho "según verdad" y "conforme a las obras". Los hombres
serán juzgados de acuerdo a la luz que han tenido, no por la luz que no han
conocido. La vida eterna se ofrece a todos "los que perseverando en bien
hacer, buscan gloria y honra e incorrupción". (Obsérvese que no es
inmortalidad sino incorrupción; la distinción es de gran importancia.) Si
fueran tales personas, probaría que existe una operación divina que se opera en
el alma, pero ¿dónde está el hombre natural, es decir, el hombre sin
conversión, que viva de tal manera? De modo que, "a los que son
contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la
injusticia", lo que les espera en el día del juicio es "ira y enojo,
tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo’, ya sea el judío
privilegiado o el gentil ignorante.
No es que Dios va a juzgar a
todos los hombres sin discriminación. La luz que cada cual haya tenido será la
norma para juzgarlos. Nadie podrá protestar, porque si cada hombre y cada mujer
siguen la luz que pueden encontrar, tendrán luz suficiente como para que les
guíe y lleguen a encontrar el camino de salvación. Si por medio de la luz de la
razón los hombres comprenden la responsabilidad que tienen ante su Hacedor, El
asumirá la responsabilidad de darles mayor luz para que alcancen la salvación
del alma.
Dios no hace diferencia de
personas. A mayores privilegios, mayores responsabilidades. Pero cuando los
privilegios son relativamente pocos, Dios considera a los ignorantes con tanto
interés y tanta compasión como a aquellos cuyas circunstancias visibles son
tanto mejores.
"Porque todos los que sin
ley han pecado, sin ley también perecerán; y todos los que bajo laley han
pecado, por la ley serán juzgados". No podríamos dar con un principio más
sano. Los hombres son responsables por lo que saben o por lo que podrían saber
si quisieran. No son condenados por su ignorancia, a menos que la ignorancia
provenga del rechazo deliberado de la luz. "Los hombres amaron más las
tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas."
Los versículos formativos del
paréntesis del 13 al 15 enfatizan el plan principal sentado de un modo tan
definitivo. El juicio se efectúa de acuerdo con los hechos. Conocer la ley y
no cumplirla, aumenta la condenación. Los hacedores de la ley serán
justificados, si es que existen tales. En cambio, por otro pasaje sabemos que,
desde este punto de vista, todos están perdidos, "ya que por las obras de
la ley ningún ser humano será justificado delante de El". Los judíos se
vanagloriaban de estar en posesión de los oráculos divinos y pensaban que este
hecho los constituía en seres superiores ante las naciones gentiles que los
rodeaban. Pero lo cierto es que Dios no se ha quedado sin testigos, porque a
los gentiles les ha dado la luz de la conciencia y la luz de la naturaleza, de
modo que muestran "la obra de la ley escrita en sus corazones". Obsérvese
bien: no es que la ley está escrita en sus corazones, porque esto significa el
nuevo nacimiento y es la bendición distintiva del Nuevo Pacto. Si la ley
estuviera escrita allí, ellos cumplirían su justicia. Pero la obra de la
ley es algo muy distinto. "La ley produce ira." Es un
"ministerio de condenación", y los pecadores gentiles, que nunca han
oído del código del Sinaí, sienten el peso de la condenación cuando viven
violando los dictados de la conciencia que llevan implantada
divinamente y que testifica en contra o en favor de ellos, "acusándoles o
defendiéndoles sus razonamientos". Esta es la prueba experimental de su
responsabilidad y que Dios será justo al juzgarlos en aquel solemne día cuando
el Hombre Cristo Jesús se sentará en el augusto tribunal de las edades para
poner al descubierto los móviles secretos y los orígenes de la conducta. Esto,
dice el apóstol Pablo, está "conforme a mi evangelio". Declara que el
Crucificado estará sentado en el trono en el día del gran tribunal final.
"Por cuanto Dios ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con
justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle
levantado de los muertos" (Hechos 17: 31).
Sin duda alguna, los judíos
habrán estado en un todo de acuerdo con lo que el apóstol escribía relacionado
con la pecaminosidad y degeneración de los gentiles, ya fueran bárbaros o
altamente civilizados. Los llamaban "perros" que estaban fuera del
pacto abrahámico, "alejados de la ciudadanía de Israel". Y pensaban
bien, porque los gentiles eran los enemigos de Dios y de su pueblo escogido.
Pero con los hebreos no pasaba eso. Ellos eran los elegidos de Jehová, el
pueblo escogido a quien Dios había dado su santa ley y favorecido con
abundancia de bienes de su cuidado especial. Así razonaban, y olvidaban que el
blasonar doctrinas correctas no sirve para nada si se pasa por alto o desprecia
la rectitud y la justicia.
De pronto el apóstol cita al
saduceo, mundano y orgulloso y al fariseo complaciente para que comparezcan en
la corte de justicia, y los alinea junto a los despreciados gentiles. Los
versículos 17 al 29 proporcionan el examen del pueblo escogido.
"He aquí — exclama —, tú
tienes el sobrenombre de judío, y te apoyas en la ley, y te glorías en Dios, y
conoces su voluntad, e instruido por la ley apruebas lo mejor, y confías en que
eres guía de los ciegos, luz de los que están en tinieblas, instructor de los
indoctos, maestro de niños, que tienes en la ley la forma de la ciencia y de la
verdad" (versículos 17 al 20). En estas cláusulas magistrales el apóstol
resume todas las pretensiones de sus compatriotas. Y al decir pretensiones no
quiero decir presunciones. Estas eran las cosas en las cuales se gloriaban y en
gran parte eran verídicas. Dios se había revelado a este pueblo como a ningún
otro, pero estaban equivocados al suponer que este hecho los exceptuaba del
juicio si no guardaban el pacto concertado con Dios. Mucho tiempo atrás El les
había dicho: "A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la
tierra; por tanto, os castigaré por todas vuestras maldades" (Amós 3:2).
El privilegio acrecienta la
responsabilidad. No la hace a un lado, como ellos pensaban, al parecer. El
conocimiento de los oráculos divinos proporcionó a los judíos una norma de
justicia que los otros pueblos no tenían. Pero entonces ¡cuánto más santo
debería haber sido el judío en su vida! ¿Fueron los israelitas más justos que
las naciones que los rodeaban? Al contrario: fracasaron más miserablemente que
aquellos que tenían menos luz y menos privilegios.
El Espíritu de Dios lleva al
corazón de los judíos la verdad en cuanto a su condición actual, por medio de
cuatro preguntas incisivas calculadas a exponer los secretos más íntimos del
corazón de ellos, lo mismo que los pecados más escondidos de su vida. "Tú,
pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo?" Tú, que te crees tan
apto para instruir al ignorante, ¿no te has percatado de la enseñanza que
imparte la ley? ¡No hay respuesta!
"Tú que predicas que no
se ha de hurtar, ¿hurtas?" Todo el mundo antiguo consideró que el judío
era el archiladrón que usaba cada artificio taimado conocido por los
prestamistas y usureros y destinado a separar al cliente de su dinero. Es
cierto que los gentiles desesperados caían voluntariamente en manos de los
usureros judíos; pero también sabían que, al hacerlo, trataban con alguien que
no pararía en mientes ni tendría compasión cuando el deudor era un odiado perro
gentil. ¡Otra vez el judío permanece mudo!
"Tú que dices que no se
ha de adulterar, ¿adulteras?" Los atentados más graves contra el pudor no
eran desconocidos en Israel, como dan testimonio los anales divinos y la
historia. El mal se halla encastrado en la misma naturaleza del hombre. Del
corazón brota la fornicación, la lascivia y cada acción inmunda. El judío es
tan culpable como su vecino gentil. ¡No tiene nada que responder!
Es posible que la flecha más
aguda esté encerrada en la última pregunta. "Tú que abominas de los
ídolos, ¿cometes sacrilegio?" Las palabras traducidas por "cometes
sacrilegio" significan en realidad "traficar con ídolos". El
judío era especialmente culpable de esta clase de ofensa. Aunque aborrecía las
imágenes, era muy común que actuara como intermediario entre quienes querían
deshacerse de los ídolos robados de los templos de los pueblos conquistados y
quienes se mostraban dispuestos a comprarlos en otros distritos. Hasta se le
acusaba de robar sistemáticamente los templos para luego negociar las imágenes.
Esto fue lo que tuvo en mente el empleado del municipio de Efeso cuando dijo:
"Habéis traído a estos hombres sin ser sacrílegos —o sea, robadores de
templos— ni blasfemadores de vuestra diosa" (Hechos 19: 37). Esto era una
estocada a fondo que puso al descubierto el carácter hipócrita de la persona
que pretendiendo detestar la idolatría y todas sus obras, traficaba
gananciosamente a expensas de los idólatras de un modo tan deshonesto.
Por eso el apóstol presenta
tan tremenda acusación: "Porque como está escrito, el nombre de Dios es
blasfemado entre los gentiles por causa de vosotros." Esto ya lo habían
declarado los profetas, y él no hace más que insistir en lo que las Escrituras
y su propia conciencia confirman.
Confiar en la circuncisión, o
sea la señal del pacto de Abraham, mientras se comportan de una manera tan
carnal, es engañarse completamente. Las ordenanzas no sirven para nada si se
descuida aquello que ellas representan. Si el gentil incircunciso camina
delante de Dios en rectitud y justicia, será contado como circunciso, mientras
que la marca del pacto practicada en el cuerpo del judío servirá solamente para
hundirlo en la condenación, si es que vive opuesto a la ley.
Lo que vale para Dios es la
realidad. El judío verdadero —y recuérdese que el vocablo
"judío" es una contracción de "Judá"
que significa "alabanza"— no es aquel que lo es por
nacimiento natural o porque se conforma exteriormente a un ritual, sino quien
tiene el corazón circuncidado, el que juzga su pecado en la presencia del Señor
y que se esfuerza por vivir de acuerdo con la voluntad revelada de Dios,
"la alabanza del cual no viene de los hombres, sino de Dios"
(versículos 26 al 29 y observando el juego de palabras sobre. la voz
"judío").
En los versículos 1 al 20 del
capítulo 3 encontramos la gran inculpación: el resumen de todo cuanto se ha
dicho hasta ahora. No existe distinción moral entre judío y gentil. Todos están
desprovistos de rectitud y justicia. Todos están incluidos en el juicio, a
menos que Dios provea una justicia propia para ellos.
Es evidente que el judío tiene
ciertas ventajas sobre el gentil, la principal de las cuales es la posesión de
las Sagradas Escrituras, o sean los oráculos de Dios. Pero estas mismas
Escrituras acrecientan su culpabilidad, y aunque en realidad no tenga fe en
esos escritos sagrados, su incredulidad no anula la fidelidad de Dios. El
cumple su palabra aunque no sea más que en dejar a un lado al pueblo que había
escogido para sí mismo. El tiene que permanecer fiel, aunque los demás no lo
sean, pero en el juicio El mantendrá su rectitud y justicia, tal como David lo
confiesa en el Salmo 51:14.
¿Quiere decir, entonces, que
la injusticia del ser humano prepara el camino para que Dios despliegue su
justicia? ¿Y es necesario que esto suceda? En tal caso el pecado forma parte
del plan divino y el ser humano no es responsable por lo que hace. El apóstol
rechaza indignado tal premisa. Dios es justo. El juzgará el pecado de los
hombres con justicia, y no podría hacerlo si el pecado hubiera sido preordenado
y predeterminado por El mismo. Si esto fuera así, el hombre tendría derecho a
protestar y decir: "Si por mi mentira la verdad de Dios abundó para su
gloria, ¿por qué aún soy juzgado como pecador?", y en tal caso estarían en
lo correcto los que falsamente dicen que Pablo enseñó que "hagamos males
para que vengan bienes". Pero la verdad es que todos cuantos así piensan
revelan poseer principios morales deficientes. El juicio que les cuadra, es
correcto.
En los versículos 9 al 20
aparece el veredicto instituido contra la raza humana. El judío no es mejor que
el gentil. Todos por iguales son esclavos del pecado. Y el Antiguo Testamento
confirma esta posición. El apóstol como eximio abogado, cita autoridad tras
autoridad para probar su caso. Casi todas las citas provienen de los Salmos,
aunque hay una del profeta Isaías. (Véase Salmos 14:13; 10: 7; Isaías 59: 7, 8;
Salmo 36:1.) Estos son testimonios que el judío no puede pretender refutar, ya
que vienen de sus propias Escrituras. La acusación incluye catorce puntos
distintos, o sea el resumen de la evidencia.
1—"No hay justo, ni aun
uno." Todos los seres humanos fallan en algún punto.
2—"No hay quien
entienda." Todos los seres humanos son ignorantes recalcitrantes.
3—"No hay quien busque a
Dios." Todos los seres humanos buscan lo suyo.
4—"Todos se
desviaron." Todos los seres humanos dan las espaldas a la verdad
deliberadamente.
5—"A una se hicieron
inútiles." Todos los seres humanos deshonran a Dios en vez de
glorificarle.
6—"No hay quien haga lo
bueno, no hay ni siquiera uno." Sus prácticas son malas; no siguen lo que
es bueno.
7—"Sepulcro abierto es su
garganta", debido a la
corrupción que hay dentro de ellos mismos.
corrupción que hay dentro de ellos mismos.
8—"Con su lengua
engañan." La mentira y el engaño son característicos de esta gente.
9—"Veneno de áspides hay
debajo de sus labios." Es el veneno que inyectó al principio en la
naturaleza humana "la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás".
10—"Su boca está llena de
maldición y de amargura", porque "de la abundancia del corazón habla
la boca".
11—"Sus pies se apresuran
para derramar sangre." El odio engendra el crimen, y ¡en cuántas formas se
manifiesta!
12—"Quebranto y
desventura hay en sus caminos", porque se han olvidado de Dios, la fuente
de la vida y de toda bendición.
13—"Y no conocieron
camino de paz", porque han acogido deliberadamente los caminos de muerte.
14—"No hay temor de Dios
delante de sus ojos." Por lo tanto, carecen de sabiduría.
¿Puede algún ser humano
pretender ser inocente ante semejantes acusaciones? Si se atreve a hacerlo, que
hable. Pero ningún ser humano puede hacerlo honradamente. Por eso el apóstol
concluye diciendo: "Pero sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice a
los que están bajo la ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede
bajo el juicio de Dios; ya que por las obras de la ley ningún ser humano será
justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del
pecado" (versículos 19 y 20).
Es Dios mismo que vuelve a
decir, como en los días de Noé: "He decidido el fin de todo ser".
"Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios." "La
carne para nada aprovecha." ¡Qué duro le resulta al hombre natural, al
hombre sin conversión, el desprenderse de toda pretensión de rectitud y
justicia y humillarse hasta el polvo, juzgándose y arrepintiéndose delante de
Dios! Pero entonces se encuentra precisamente donde la gracia divina puede
alcanzarlo.
Ya vimos que la ley fue dada a
un pueblo especial, lo que quiere decir que los componentes de ese pueblo
estuvieron "bajo la ley", y ya se nos ha dicho en el capítulo 2:1214
que los gentiles no estuvieron bajo esa ley. ¿Cómo, pues, aparece todo el mundo
culpable delante de Dios como consecuencia del fracaso de quienes estaban bajo
la ley? Una ilustración ayudará a despejar la idea. Supongamos que un hombre es
dueño de una estancia árida de gran extensión y que se le informa que no es
apta ni para el pastoreo ni para la siembra. Que luego cerca cinco hectáreas,
rompiendo la tierra con el arado, que la rastrilla, que la fertiliza, que la
siembra y cultiva Y que al final recoge cactos y abrojos. Y no vale la pena
probar el resto del terreno porque todo es igual, de modo que el dueño llega a
la conclusión de que no sirve para nada, en lo que respecta a la agricultura.
Israel es las cinco hectáreas de Dios. Les dio la ley, los instruyó, los
disciplinó, los amonestó, los constriñó, los protegió y les envió su propio
Hijo, a quien rechazaron y crucificaron. En este acto los gentiles se les
unieron. Todos quedaron bajo el juicio de Dios. No vale la pena someterlos a
otras pruebas. La carne no puede producir fruto aceptable a Dios. El ser humano
está corrompido sin remedio. No solamente es culpable sino que es totalmente incapaz
de cambiar su situación. Y la ley no hace más que agravar su culpabilidad. No
puede justificarlo. Lo que hace es condenarlo.
¡Cuán desastroso y desolador
es este cuadro! ¡Pero es el lóbrego y sombrío telón de fondo contra el cual
Dios desplegará las riquezas de su gracia en Cristo Jesús!
El Evangelio en Relación con Nuestros Pecados
Capítulos 3: 21 al 5:11
Con un gran alivio en el alma
podemos dejar atrás la triste historia del pecado y la vergüenza del hombre,
para contemplar la gracia maravillosa de Dios, que es el remedio divino que se
aplica a la ruina que la caída del ser humano introdujo en el mundo. La
presentación de estas buenas nuevas consta de dos partes: primero despliega al
evangelio en lo que tiene que hacer con el problema de nuestros pecados y, una
vez que éste está resuelto, encara el asunto de qué hacer con nuestro pecado,
con el pecado como principio, con el pecado en la mente carnal que es el que
domina en toda persona sin salvación, sin regeneración. La porción de Romanos
3:21 al 5:11 abarca ampliamente el primer aspecto, y es el que hemos de
considerar en seguida.
"PERO AHORA"
—exclama el apóstol. Es decir, cambia de tema. Ahora que ha trazado el
retrato del ser humano, Dios entra en acción. Ahora, después de
demostrar la injusticia de toda la humanidad, "se ha manifestado la
justicia de Dios". Ya lo había dicho el Señor en los tiempos antiguos:
"Haré que se acerque mi justicia".Esta no es, en sentido alguno, una
justicia forjada a lo legalista, tal como la que el hombre no puede cumplir con
Dios. Se trata de una justicia "sin la ley", esto es, apartada
totalmente de todo principio de obediencia humana a un determinado
código divino de ordenanzas morales. Es una justicia de Dios para los hombres
injustos, y no depende en manera alguna de los méritos o éxitos que el ser
humano pueda conseguir.
La justicia de Dios es un
término que tiene un alcance muy vasto. En este caso significa la justicia que
Dios mismo provee: una plataforma perfecta para hombres culpables por quienes
Dios mismo se hace responsable. Si los hombres han de salvarse, tiene que ser
en base de la justicia, pero de ésta el ser humano se halla total y
completamente desprovisto. Por consiguiente Dios tiene que encontrar el medio
por el cual queden satisfechos todos los requisitos de su trono y los pecadores
culpables justificados en todo sentido. La misma naturaleza de Dios exige que
todo esto no ha de cumplirse a expensas de su justicia sino totalmente de
acuerdo con ella.
Y esto es lo que estuvo en la
mente de Dios desde un principio. La ley y los profetas dan testimonio
de ello. Moisés lo describe en muchos tipos notablemente hermosos. Las pieles
de los animales sacrificados con las cuales fueron cubiertos nuestros primeros
padres, las víctimas que eran sacrificadas y aceptadas en beneficio de los
ofrendantes, el simbolismo maravilloso del Tabernáculo, todos eran tipos que
descubren la historia de la justicia que Dios proveyó para el pecador injusto
que se vuelve a El por medio de la fe. Los profetas, igualmente, empalman la
misma historia. Predicen la venida del Justo que habría de morir para llevar a
los hombres injustos a Dios. "Líbrame en tu justicia —exclama David—.
Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la
nieve." "El nos vistió con vestiduras de salvación, nos rodeó de
manto de justicia", dice Isaías, porque "el castigo de nuestra paz
fue sobre él", quien "fue herido por nuestras rebeliones".
"Este será el nombre —exclama Jeremías— con el cual le llamarán: Jehová,
justicia nuestra". "Y os salvaré de todas vuestras inmundicias",
es la promesa que ofrece por medio de Ezequiel. El ángel Gabriel anticipa a
Daniel la realidad de "la reconciliación para destruir la iniquidad"
y la introducción de "la justicia que será eterna". Los llamados
Profetas Menores hacen sonar la misma nota y anticipan la llegada de El Que
Vendrá y aparejará la salvación para todos los que se arrepientan, el Siervo de
Jehová, que será el Pastor herido por causa de la redención del hombre.
"De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él
creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre" (Hechos 10: 43).
La justicia de Dios es una
justicia que se obtiene "por medio de la fe", no por medio de las
obras. La fe significa creer lo que Dios dice. Porque El ha enviado un mensaje
para que el ser humano lo crea. Es la oferta de una justicia intachable para
todos, pero es válida solamente para todos los que creen. Dios ofrece
libremente su justicia a todos. Es lo que cubre a todos los que creen, y a
ellos solamente. Todo ser humano la necesita, "por cuanto todos
pecaron". Sobre este punto no existe ninguna duda. Ningún ser humano ha
llegado jamás a la altura moral y espiritual que Dios exige; pues todos "están
destituidos de la gloria de Dios". Pero Dios no busca méritos en el
hombre. Ofrece su justicia libremente, como un don. De aquí que
leemos: "Siendo justificados gratuitamente por su gracia,
mediante la redención que es en Cristo Jesús" (vers. 24).
Estar justificado es ser
declarado justo. Es la sentencia del juez en favor del reo. No es un estado o
condición del alma. No somos justificados por el hecho de que hemos llegado a
ser justos de corazón y en la vida. Dios justifica primero, luego habilita a la
persona justificada para que ande en caminos de rectitud. Somos
justificados gratuitamente. El vocablo significa "sin precio".
Es el mismo que emplea Juan 15: 25 cuando dice: "Sin causa me
aborrecieron". En las palabras o procedimientos de Jesús no hubo
absolutamente nada para que la gente lo odiara. Lo odiaron gratuitamente. De
la misma manera, en el ser humano no hay nada bueno para que Dios lo
justifique. Lo justifica gratuitamente sin que exista una causa, cuando
cree en el Señor Jesucristo.
Todo esto es "por
gracia". La gracia no es meramente favor inmerecido. La gracia es el favor
en contra del mérito. No es solamente la bondad de Dios que se manifiesta en
favor de hombres que no hacen nada para merecerla, sino que es el favor divino
ofrecido a hombres que merecen todo lo contrario. "Cuando el pecado
abundó, sobreabundó la gracia."
"La gracia de Dios
revelada
En Cristo Jesús el Señor,
Al mundo perdido presenta
De Dios su infinito
favor."
Dios debe contar con una base
justa y satisfactoria para ejercitar la gracia en rectitud a pecadores
que admiten ser tales. El pecado no puede ser pasado por alto. Tiene que ser
expiado. Esto se ha efectuado "mediante la redención que es en Cristo
Jesús". La redención es un rescate. Los malos caminos del hombre han
hipotecado su vida. Está vendido bajo juicio. Cristo, el Santo —Dios y Hombre
en una gloriosa Persona contra quien la ley violada no tiene ningún reclamo—
tomó el lugar del rebelde inculpado, satisfizo la pena máxima y redimió
de la ira y de la maldición al pecador creyente que se había vendido a
sí mismo a esa ira y a esa maldición. Además, Aquel que murió vive otra vez y
El mismo es la propiciación permanente, es decir, el lugar donde Dios puede
encontrarse con el hombre mediante la sangre expiatoria de Cristo, a la
disposición de aquel que cree. El apóstol alude claramente a la sangre rociada
en el propiciatorio del arca del pacto antiguo. Las tablas de la ley estaban
dentro del arca. Encima se encontraban los querubines, "justicia y
juicio", la habitación del trono de Dios. Siempre estaban listos,
simbólicamente hablando, como para saltar del trono para ejecutar la justa ira
de Dios contra los violadores de su ley. Pero sobre el propiciatorio está la
sangre rociada que tipifica el sacrificio de la cruz. La justicia y el juicio
no exigen más. "La misericordia triunfa sobre el juicio" porque Dios
mismo encontró un rescate.
El problema del pecado no
estuvo resuelto realmente hasta que el Señor Jesús sufrió por el pecado, el
Justo por los injustos para llevarnos a Dios. "Porque la sangre de los
toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados". De modo que
todas las personas piadosas del Antiguo Testamento fueron salvadas "a
cuenta", como diríamos en nuestros días. Una vez que Cristo murió, la
cuenta quedó cerrada y Dios manifiesta la justicia omitiendo los pecados de las
edades pasadas en que los hombres se volvieron a El por medio de la fe. El
versículo 25 no se refiere a nuestros pecados, sino a los de los
creyentes de los tiempos anteriores a la crucifixión. Ahora que la obra está
terminada, Dios declara su justicia en esta época, demostrando en qué
forma es justo y sin embargo justifica al pecador impío que cree en Jesús. Esta
posición no da lugar a que el hombre haga alardes de ninguna clase sino que
debe abatirlo en la vergüenza y contrición cuando piensa en el precio que su
pecado costó al Salvador, y llenarlo de alabanza gozosa al contemplar la gracia
divina que efectuó tan maravillosa salvación. La misma naturaleza del asunto
excluye totalmente todo mérito humano. La gracia divina efectúa la salvación
por medio de la fe. "Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe
sin las obras de la ley." Esto abarca al gentil sin ley lo mismo que al
judío violador de la ley. El mismo evangelio es para todos. El Dios que es
Creador de todos no pasa a nadie de largo. Justifica al circunciso por medio de
la fe, no por el ritual, e igualmente al gentil incircunciso, también por la
fe.
¿Invalida esto o ignora a la
ley? De ninguna manera. La ley condena a quien la quebranta y exige venganza.
Como Cristo llevó todo esto, la majestad de la ley queda en pie y, con todo,
los pecadores se salvan.
"Satisfizo él la demanda
Que Dios en la ley dictó,
Cuando diose por ofrenda
Y con sangre nos compró.
Todo ha consumado ya
Y Dios satisfecho está."
En el cuarto capítulo procede
a demostrar, por medio de Abraham y de David, cómo todo esto fue testimoniado
por la ley y los profetas. Toma a Abraham del Pentateuco, los libros de la ley,
y a David de los Salmos, que están unidos a los profetas.
¿Qué vemos en Abraham? ¿Se
justificó delante de Dios por medio de sus obras? En tal caso, hubiera tenido
de qué gloriarse de que con toda justicia hubiera merecido la aprobación
divina. ¿Pero qué dice la Escritura? En Génesis 15: 6 leemos que Abraham
"creyó a Jehová, y le fue contado por justicia". Este es precisamente
el principio en que el apóstol insiste y explica tan claramente.
Conseguir la salvación por
medio de obras significa constituir a Dios en deudor. Contraería una deuda con
quien tuviera éxito en salvarse. Pero esto es exactamente lo contrario a la
gracia, que es misericordia "al que no obra, sino cree en Aquel que
justifica al impío". Es la fe la que es contada como justicia, y a ella
Abraham da testimonio. David canta igualmente la bendición del hombre a quien
Dios imputa la justicia sin obras, porque dice en el Salmo 32:
"Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos
pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado".
En la versión hebrea del salmo, la palabra "cubiertos" significa
"expiados". Esto es el evangelio. La expiación ha sido consumada; por
consiguiente Dios no imputa el pecado a quien confía en su Hijo, sino que, al
contrario, le imputa justicia.
Martín Lutero llamó al Salmo
32 "un salmo paulino". Enseña con palabra inconfundible la doctrina
gloriosa de la justificación, separada de todo mérito humano. La no imputación
del pecado equivale a la imputación de justicia. Agustín de Hipona hizo pintar
esas palabras en un tablero que colocó al pie de la cama para que sus ojos
moribundos pudieran posarse en ellas. A muchísimas miríadas de personas han
traído también paz y gozo al saber que sus transgresiones han sido perdonadas y
se ha hecho expiación por su pecado, tal como se desprende del significado
verdadero de la palabra "cubiertos" del Antiguo Testamento.
Esta bendición no fue, ni es,
para unos pocos solamente; se ofrece gratuitamente a todo ser humano. La fe fue
imputada a Abraham por justicia cuando pertenecía al mundo gentil y antes que
se le practicara el signo de la circuncisión en la carne. Fue un sello de algo
que es realmente verdad, como en el caso del bautismo cristiano. Fue ordenado a
circuncidarse porque estaba justificado. En el correr de los siglos los judíos
han llegado a considerar de mayor importancia la señal que la fe. La gente
siempre exalta lo visible a expensas de lo invisible.
Abraham es llamado "padre
de la circuncisión" porque la ordenanza tuvo su origen en él. Pero él no
es padre solamente de los que son de la circuncisión literalmente, sino de
todos cuantos no confían en la carne, de todos los que la consideran débil y
sin valor y que, como Abraham, confían en el Dios viviente.
La promesa de que Abraham
heredaría el mundo no le fue dada "por medio de la ley", esto es, no
fue una recompensa al mérito, algo que él había ganado por medio de la
obediencia. No. Estuvo basada en la gracia soberana. Por lo tanto, su justicia,
igual que la nuestra si creemos, era "una justicia por medio de la
fe". Los herederos de la promesa son quienes la aceptan con la misma fe;
de otro modo quedaría totalmente invalidada. Es una promesa incondicional.
La ley prometía bendiciones a
la obediencia y denunciaba juicios contra la desobediencia. Nadie la cumplió.
De ahí que "la ley produce ira". Maldecía, no podía bendecir.
Intensificó el pecado dándole carácter de transgresión, constituyéndolo en la
violación deliberada de una ley conocida. No podía ser el medio de obtener lo
que se daba gratuitamente.
La promesa de bendiciones por
medio de la Simiente —la cual es Cristo— es por medio de la fe para que pueda
ser de gracia, y así queda "asegurada" a toda la simiente,
vale decir, a todos los que tienen fe. Todos los tales son "de la fe de
Abraham". Por eso es el padre de todos nosotros los que creemos en Jesús.
Y así se cumple la palabra que dice: "Te he puesto por padre de muchas
gentes". Obsérvese que estas palabras aparecen en paréntesis. La frase
"delante de Dios, a quien creyó", sigue adecuadamente a la que dice:
"el cual es padre de todos nosotros". Todo esto quiere decir que
Abraham, aunque no es literalmente nuestro padre por generación natural, es el
padre de todos los que creen ante la presencia de Dios. La misma fe los
caracteriza a todos.
Dios es Dios de resurrección.
El opera cuando la naturaleza es impotente. Así intervino en el caso de Abraham
y Sara en un período cuando ninguno de los dos podía ser ya los padres de una
criatura.
Así intervino cuando resucitó
a Cristo, la Simiente verdadera, trayéndolo al mundo primeramente contra la
naturaleza, de una madre virgen, y luego levantándole de entre los muertos.
Abraham creyó en el Dios de la resurrección y no titubeó ante la promesa
divina, aunque el cumplimiento le habrá parecido imposible. ¡A Dios le agrada
realizar imposibles! Cumple lo que promete. Completamente persuadido de esto,
Abraham creyó a Dios y le fue imputado por justicia. Nosotros somos llamados de
la misma manera a creer en Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos,
nuestro Señor. El, mediante la gracia infinita, fue entregado a la muerte para
que efectuara la expiación de nuestras ofensas y, una vez terminada la obra a
entera satisfacción de Dios, fue resucitado para nuestra justificación. Su
resurrección importa la prueba de la aprobación de Dios. La justicia divina
queda apaciguada. La santidad de Dios está vindicada. La ley ha sido
establecida. Todo esto quiere decir que el pecador que cree es declarado
justificado de todo su pasado. Tal es el testimonio del capítulo 4.
Los primeros once versículos
del capítulo 5 ofrecen un resumen maravilloso del asunto tratado y concluyen el
acápite que han comenzado. La palabra "pues" quiere decir: en vista
de todo cuanto se halla establecido de un modo firme. "Justificados, pues,
por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor
Jesucristo." Algunos prefieren traducirlo: "tengamos paz". Pero
es evidente que así se debilita toda la fuerza del argumento. La paz, en la
forma que se emplea en este pasaje, no es un estado de ánimo o del corazón. Es
la situación que prevalece entre dos personas que han estado enemistadas. El
pecado perturbó las relaciones entre el Creador y la criatura y se abrió un
abismo que ningún hombre pudo remediar. Pero la sangre de la cruz de Cristo
efectuó la paz. Ya no existen barreras. La paz con Dios es un estado permanente
que disfruta cada creyente. El problema del pecado está resuelto. Si la paz ha
sido establecida es porque ya no hay guerra. "No hay paz para los
impíos", dice el Señor. Pero Cristo "hizo la paz"; sí, "él
es nuestra paz". Lo creemos y tenemos paz para con Dios.
Podríamos decir: "Gocemos
paz con Dios". Pero decir: "Tengamos paz con Dios",
resulta absurdo. Tenemos la paz. Es asunto terminado. Dios la hizo, no
nosotros.
"La paz de Dios" es
otra cosa, tal como aparece en Filipenses 4: 6, 7. Esa es la paz experimental.
Es la porción permanente de todo aquel que aprende a echar todas las ansiedades
y cuidados en El, quien lleva el peso de todas las cargas.
Ver la distinción y
comprenderla realmente con fe, es de suma importancia. Hasta que el alma
comprenda que la paz efectuada por la sangre de la cruz de Cristo es eterna e
imperturbable, aunque la propia experiencia pueda variar debido a fracasos personales
o falta de una fe apropiadora, jamás tendrá la certidumbre de su salvación
final.
Pero cuando sé que esta paz no
se basa en mis propios esfuerzos o sentimientos sino en una
redención que está completada, tengo acceso consciente por medio de la fe a
esta gracia en la cual permanezco firme. Estoy parado en la gracia, no en mis
propios méritos. He sido salvado por gracia. Sigo viviendo por la gracia. Seré
glorificado por la misma gracia. La salvación es de Dios desde el principio
hasta el final, por consiguiente es toda de gracia. Este es el cetro áureo que
ofrece el Rey de Gloria a quien quiera acercarse a El por medio de la fe.
Obsérvese que en este
versículo 2 del capítulo 5 tenemos el acceso y la situación o posición.
El acceso está basado en la situación, no en el estado del creyente, y es
preciso distinguir los términos con sumo cuidado. En Filipenses leemos muy a
menudo acerca de "vuestra condición", y Pablo estaba muy preocupado
por el problema. Jamás tuvo temor sobre la situación o posición de los hijos de
Dios. Este es un asunto eternamente terminado.
La situación se refiere al
lugar nuevo que yo ocupo delante del trono de Dios como pecador justificado por
la gracia divina y por la resurrección de Cristo, alejado para siempre del
juicio de Dios. La condición del alma es su experiencia. La situación nunca
varía pero la condición puede ser fluctuante y depende de la medida en que el
creyente camino con Dios. La situación siempre es perfecta porque está medida
por la aceptación de Cristo. En El el creyente es aceptado. "Como él es,
así nosotros en este mundo". Pero mi condición será buena o mala
según que yo camine de acuerdo con el Espíritu o de acuerdo con la carne.
Mi situación delante de Dios
me habilita para penetrar conscientemente hasta el lugar santísimo, como
pecador lavado, y presentarme en oración ante el trono de la gracia con toda
libertad. Antiguamente Dios dijo con toda severidad: "Quedaos lejos y
adorad". El pacto legal no conoció el acceso a Dios. Dios estaba oculto;
el velo no había sido rasgado aún. Ahora todo ha cambiado y se nos insta a
llegarnos "con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados
los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura".
"Jesús murió; su sangre
abrió la entrada
Dentro del velo, celestial
lugar,
En donde el alma, ya purificada,
Cerca del Padre pudiese
llegar.
Por Cristo entrando, nada allí
tememos;
Su gloria no nos puede
anonadar:
En luz estamos y permanecemos
Firmes, tranquilos y sin
desmayar."
Así es cómo nos regocijamos en
la esperanza de la gloria de Dios. Es esperanza —no incertidumbre—pero
esperanza que está segura y cierta, porque se basa en la obra terminada del
Cristo de Dios y de un Sacerdote que está sentado a la diestra de la Majestad
en las alturas. La gloria está asegurada para todos los justificados por la fe,
de modo que tenemos paz para con Dios.
Pero antes de llegar a la
gloria tenemos que hollar las arenas del desierto. Esta vida presente es el
lugar de prueba. Aquí aprendemos acerca de los recursos infinitos de
nuestro Dios maravilloso y somos preparados para la gloria en medio de
tribulaciones, contrario a todo lo que pueda parecer al respecto al hombre
natural. La tribulación es el trillo designado divinamente que
separa el trigo de la paja. En el sufrimiento y en el dolor aprendemos que no
valemos nada y descubrimos la grandeza del poder que ha tomado la
responsabilidad de sacarnos a flote. Estas lecciones jamás podríamos
aprenderlas en el cielo. "La tribulación produce paciencia", si es
que la recibimos como proveniente de nuestro amoroso Señor y reconocemos que es
para nuestro bien. De la paciencia que todo lo soporta surge la fragante
experiencia cristiana. Así es como el alma aprende el modo maravilloso que
Cristo sostiene en toda circunstancia. Y la experiencia se convierte en la
esperanza que, al mismo tiempo que despega el corazón de las cosas terrenales,
lo acerca a las escenas celestiales hacia las cuales se dirige.
Así que, "la
esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado." Esta es la primera vez
que se cita al Espíritu Santo en esta epístola. En el primer capítulo se habla
del "Espíritu de santidad" en conexión con la obra de. Cristo y su
resurrección, pero no se menciona para nada la obra del Espíritu en el creyente
hasta que el alma tiene la posesión de la paz obtenida por la obra terminada de
Cristo. Esto es de suma importancia. No soy salvo por lo que transcurre dentro
de mí; soy salvo por lo que el Señor Jesús hizo por mí. Pero el Espíritu me
sella cuando creo al evangelio, y por la permanencia del Espíritu Santo en mí
el amor de Dios es derramado en mi corazón.
Si confío en mi propio
reconocimiento de la obra del Espíritu Santo en mí, como base de mi seguridad,
cometo un grave error. La seguridad se basa en la palabra de verdad del
evangelio. Pero, al creer, recibo el Espíritu Santo. El capítulo 8 trata
extensamente este problema, corroborando la evidencia. "Sabemos que hemos
pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos."
Los versículos 6 al 11
constituyen una sección aparte, que resume todo cuanto se ha dicho
anteriormente, antes que el apóstol continúe en la sección siguiente la segunda
fase del evangelio, vale decir, lo relacionado con nuestro PECADO.
Cuando Dios, en su gracia, dio
a su Hijo, quien murió en lugar de pecadores impíos en quienes no había ninguna
clase de méritos, nos encontrábamos impotentes, sin fuerzas.
Los hombres no procedemos así.
En realidad de verdad muy pocos habría que morirían voluntariamente en lugar de
una persona honesta, honrada, reconocida como tal, y mucho menos por un
perverso. Es posible que alguno quisiera morir por un hombre bueno y
benevolente que hubiera ganado el corazón de la gente por su bondadoso
comportamiento. "Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo
aún pecadores, Cristo murió por nosotros", cuando no éramos ni justos ni
buenos, y así llegó a ser el Substituto de los rebeldes culpables. De modo que,
si el amor divino entregó al Hijo para que muriera en la cruz mientras éramos
viles y estábamos perdidos, podemos sentirnos perfectamente seguros de que,
puesto que hemos sido justificados por su sangre, El jamás permitirá que seamos
llevados a juicio. "Por él seremos salvos de la ira."
Este capítulo ha sido llamado
"el de los cinco mucho más"; el primero de ellos aparece en el
versículo 9. "Mucho más" —exclama el apóstol—, libres de toda culpa
alcanzada por la sangre del lijo de Dios, estamos para siempre fuera del
alcance de la venganza divina contra el pecado.
La segunda mención del término
aparece en el versículo 10: "Porque si siendo enemigos, fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando
reconciliados, seremos salvos por su vida". Quienes interpretan
que este pasaje se refiere a la vida terrenal de nuestro bendito Señor, están
enceguecidos. Esa vida —pura y santa como fue— jamás podría haber salvado a un
solo pecador. Es su muerte la que hizo la expiación de nuestros pecados. Aún el
amor de Dios, expresado enforma tan completa en la vida de Jesús, extrajo del
corazón humano únicamente el veneno del odio. Es la muerte de Cristo la que
destruye la enemistad. Cuando yo me doy cuenta que. El murió por mí, quedo
reconciliado con Dios. El odio estaba todo de mi parte. No había ninguna
necesidad de que Dios se reconciliara conmigo. Pero yo necesitaba la
reconciliación y la encontré en la muerte de. Cristo; pero como es un hecho
consumado, yo sé de modo ciertísimo que soy "salvo por su vida". Es
el Señor quien dice: "Porque yo vivo, vosotros también viviréis".
Habla, por supuesto, de su vida resucitada.
"Por lo cual puede salvar
perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para
interceder por ellos." El Cristo viviente a la diestra de Dios, es la
garantía de mi redención eterna. El vive para abogar nuestra causa, para
librarnos de todas las dificultades que surgen en el camino y conducirnos
finalmente salvos al hogar del Padre celestial. Estamos ligados en el mismo
manojo de vida que El, aunque éste es el tema de la última parte del capítulo y
está relacionado con el segundo aspecto de la salvación.
Asegurados para el tiempo y
para la eternidad,"nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo,
por quien hemos recibido ahora la reconciliación" (versículo 11). No somos
nosotros quienes recibimos la reconciliación, sino Dios. Nosotros la
necesitábamos para ofrecer una expiación por nuestros pecados, porque éramos
incapaces e impotentes para hacerlo. Cristo lo hizo por nosotros, ofreciéndose
a Dios sin mancha delante de El. Es Dios, pues, quien acepta la expiación, y
nosotros que en un tiempo éramos "extraños y enemigos en nuestra mente,
haciendo malas obras", hemos recibido la reconciliación. Ha desaparecido
la enemistad. Estamos en paz con Dios y nos gozamos en El porque ha llegado a
ser nuestra porción sempiterna.
Este es el fin glorioso al
cual el Espíritu Santo nos conduce por el momento. Nuestra salvación está del
todo completa. Nuestros pecados ya no existen. Somos justificados gratuitamente
por su gracia. Tenemos paz con Dios y anticipamos con gozo la certidumbre de
una eternidad de gozo con Aquel que nos redimió.
Los otros tres "mucho
más" ocurren en la próxima sección, en la que se examina a fondo el
temario de las dos primacías. Ya las trataremos cuando lleguemos a ellas.
El Evangelio en relación con el
pecado que mora en nosotros
Capítulos 5:12 al 7:25
Capítulos 5:12 al 7:25
La tercera parte o subdivisión
de esta gran sección doctrinal de la epístola a los Romanos abarca la porción
desde el versículo 12 del capítulo 5 hasta el fin del capítulo 8. Debido a su
importancia y su gran campo de acción, será necesario dividirla en dos
exposiciones. Por consiguiente nos ocuparemos primeramente de la parte que
termina con el capítulo 7. En la segunda mitad del capítulo 5 vimos la cuestión
de las dos cabezas: Adán y Cristo. En el capítulo 6 encontramos dos amos: la
personificación DEL PECADO y DIOS revelado en Jesús. En el capítulo 7 vamos a
considerar a dos Esposos: la Ley y Cristo resucitado.
Cuando el pecador despierta y
se da cuenta de su situación espiritual, se siente perseguido por una
preocupación: cómo librarse del juicio que merecen justamente sus pecados. Este
aspecto de la salvación ha sido examinado y solucionado en la porción que
acabamos de estudiar. Nunca vuelve a presentarse. Al introducirnos en esta
parte de la epístola será bueno que recordemos que no aparece el problema de la
culpabilidad. En el momento que el pecador acepta el evangelio, queda
descartada para siempre su responsabilidad como hijo de Adán frente al juicio
de Dios. Pero también comienza en ese momento su responsabilidad como hijo de
Dios. Ahora tiene una naturaleza nueva que aspira a lo divino.
Pero muy pronto descubre que
su naturaleza carnal no ha sido removida ni mejorada por el hecho de su
conversión a Dios, y tal situación engendra experiencias penosas. A veces se
presentan en la forma de una gran sacudida cuando se da cuenta que su
naturaleza es capaz todavía de cometer toda suerte de vilezas. El pecador se
horroriza y puede sentirse tentado a poner en duda la realidad de su
regeneración y justificación delante de Dios. ¿Cómo puede tener comunión el
Santo Dios con una persona que posee semejante naturaleza? Si trata de luchar
contra el pecado que está en su carne, es probable que sea derrotado y aprenda
por amarga experiencia lo que Felipe Melancton, amigo de Martín Lutero, expresa
en forma tersa: "El viejo Adán es demasiado fuerte para el joven
Felipe".
Será bienaventurado el nuevo
convertido que se coloca bajo una sana instrucción escritural y no se deja
llevar por charlatanes espirituales que pretenden eliminar la naturaleza carnal
y matar la mente caída. Si sigue los consejos de esta gente se encontrará en el
pantano de la incertidumbre y deslumbrado por las fantasías engañosas de la
posibilidad de la perfección humana, y estará por años en las ciénagas del
fanatismo antes de llegar al descanso que existe para el pueblo de Dios. En una
pequeña obra titulada Santidad: la Falsa y la Verdadera, he tratado de
describir mi propia experiencia sobre el particular, y me alegra saber que ha
servido para librar a muchos miles de almas de semejante confusionismo. Ahora
consideraremos esa verdad que me salvó finalmente de la miseria y desilusión de
mis primeros años en la vida cristiana.
Al tratar estos capítulos no
deseo antagonizar con nadie. Mi propósito es ofrecer constructivamente el camino
de verdad que abre bendiciones al alma.
En primer lugar trataremos las
dos grandes familias y las dos cabezas federales que aparecen en el capítulo
5:12-21.
En el momento que el pecador
es justificado por medio de la fe, nace también de Dios. Su justificación es,
como ya vimos, la liberación oficial delante del trono de Dios, y su
regeneración incluye la introducción a una nueva familia. Llega a ser parte de
la Nueva Creación de la cual el Cristo resucitado es la Cabeza. El primer Adán
fue la cabeza federal de la vieja creación. El Cristo resucitado, el Segundo
Hombre y el Ultimo Adán, es la cabeza de la nueva raza. La antigua creación
cayó en Adán, y todos los descendientes quedaron comprometidos en su ruina. La
nueva creación permanece eternamente segura en Cristo, y todos cuantos reciben
vida de El participan de las bendiciones procuradas por Su cruz y que se hallan
garantizadas por la vida que. El vive a la diestra de Dios.
La comprensión de esta
posición soluciona el problema de la seguridad del creyente y proporciona base
escrituraria a la doctrina de la liberación del poder del pecado.
Se observará que el asunto que
comienza en el versículo 12, termina en los 18 al 21. El pasaje que comprende
los versículos 13 al 17 constituye un paréntesis o explicativo, de modo que
será mejor examinarlo primeramente. El pecado dominó al hombre en el mundo
desde la caída de Adán, aun antes que la ley fuese dada por Moisés, pero
entonces el pecado no tuvo todavía el carácter distintivo de transgresión hasta
que le fue dado al hombre un código legal que después violó conscientemente.
Quiere decir, entonces, que aparte de la ley el pecado no fue imputado. Con
todo, es evidente que estaba allí y que hubo que tomarlo en cuenta porque "por
el pecado vino la muerte" y la muerte reinó como monarca despótico sobre
todos los hombres desde Adán hasta Moisés, salvo en el caso en que Dios
intervino con Enoc, quien fue trasladado para que no gustara la muerte. Aun en
los casos en que no hubo pecado voluntario, como en el caso de infantes e
irresponsables, reinó la muerte, demostrando así que ellos formaban parte de la
raza que federalmente se vio envuelta en el pecado de Adán y que poseyó la
naturaleza caída de Adán. El que fue creado originariamente a la imagen y
semejanza de Dios, borró aquella imagen con el pecado y perdió la semejanza
divina, y es así que leemos que Adán "engendró un hijo a su semejanza,
conforme a su imagen" (Génesis 5: 3). Esta es la característica de toda la
raza de la cual él es la cabeza. "En Adán todos mueren."
Los teólogos pueden disputar
sobre el significado exacto de todo cuanto hemos expuesto y los racionalistas
negarse rotundamente a aceptarlo, pero los hechos permanecen. "Porque está
establecido para los hombres que mueran una vez" y aparte de la
intervención divina en el asunto, cada cual puede decir muy bien lo que dijo un
poeta:
"Yo tengo una cita con la
muerte,
Y no faltaré a ella."
En el cementerio de San Andrés
de Escocia halla el epitafio siguiente grabado en la tumba donde descansan los
cuerpos de cuatro niñitos:
"¡Tú, incredulidad
insigne, palidece y muere!
Debajo de esta lápida cuatro
infantes duermen.
Dinos, ¿se encuentran salvos o
perdidos?
Si la muerte es por pecado,
pecaron ellos Porque están aquí.
Si el cielo por buenas obras
se consigue, Entonces allá no pueden estar.
¡Oh Razón! ¡Cuán depravada
eres!
¡Vuélvete a las páginas de la
Sagrada Biblia
Y allí encontrarás el nudo
desatado!
¡Ellos murieron porque Adán
pecó,
Pero viven, porque Jesús
murió!”
Para el problema del
sufrimiento de los niños no existe otra solución que la caída de la raza en
Adán.
Pero Adán fue una figura, un
antitipo de Quien vendría — sí, de Quien vino y tomó sobre sí mismo la
responsabilidad de deshacer los efectos de la caída en todos aquellos que,
creyendo en El, se constituyen en recibidores de su vida resucitada, y con ella
está unida una justicia perfecta que es eterna en su duración y divina en su
origen. Con todo, existe una diferencia en cuanto a la ofensa y al don. La
ofensa de Adán arrastró a toda la raza como consecuencia de su caída. Cristo,
habiendo satisfecho la justicia divina, por medio de la gracia ofrece el don de
vida a todos cuantos creen, y de este modo alcanza a muchos. Conviene tomar
nota que en el versículo 15 nos encontramos con el tercer "mucho
más".
Debe observarse de que no se
trata solamente de que cómo uno haya pecado, así debe ser el don; porque ese
pecado aparejó la condenación universal y puso a toda la raza bajo juicio. Pero
la recepción del don de vida y justicia mediante la fe, coloca a quien lo
acepta en la posición de justificación de todo su pasado, a pesar del número de
ofensas que haya cometido. La muerte reina debido a una ofensa. Pero se nos
dice que ahora "mucho más" aquellos que reciben esta abundancia de
gracia y el don gratuito de la justificación, reinan triunfantes sobre la
muerte mediante la vida de Cristo Jesús, el que triunfó sobre la muerte y
declara: "Porque yo vivo, vosotros también viviréis".
Tal es la esencia del
paréntesis. Volvamos al versículo 12, unámoslo a los 18 al 21 al tiempo que
retenemos en la mente todo lo que acabamos de exponer. El pecado penetró al
mundo por un hombre y la muerte por el pecado, de modo que la muerte pasó a
todos los hombres por cuanto todos pecaron, puesto que todos formaban parte de
los lomos de Adán cuando cayó y toda la raza se halla envuelta en la defección
de la cabeza.
Examinemos el versículo 18 que
comienza diciendo: "Así que, como por la transgresión de uno" se
produjo la condenación universal, así también se obtuvo un acto de justicia
para todos por medio de lacruz: el de justificación de vida. O sea dicho en
otras palabras: que a todos los que están comprometidos en las consecuencias
del pecado de Adán, se les ofrece una vida como don gratuito, la vida eterna
manifestada en el Hijo de Dios que estuvo apresado una vez por las garras de la
muerte. bajo sentencia de condenación, pero que ahora, como Cabeza de una raza
nueva, imparte su propia vida resucitada, vida que jamás puede ser manchada por
ninguna imputación de pecado, que es la que se ofrece a toda la humanidad
perdida, de modo que todos cuantos la aceptan participan de una vida que jamás
puede ser afectada por el pecado. Esta es la nueva creación de la cual habla
tan extensamente el apóstol Pablo en 2 Corintios 5 y en 1 Corintios 15 cuando
dice: "Si alguno está en Cristo, nueva criatura es". Y es
una nueva creación, porque "todo esto proviene de Dios", "las
cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas". Por eso tiene
tanta fuerza la frase que dice: "Así como en Adán todos mueren, también en
Cristo todos serán vivificados". No se trata de una salvación universal,
ni de que El resucitará meramente a todos los muertos, sino que dos razas, dos
creaciones, dos primacías aparecen en contraste. Cristo es el principio, es el
origen, la Cabeza federal de la creación de Dios (Apocalipsis 3:14). Porque
habiendo pasado por la experiencia de la muerte, ahora está sentado a la
diestra de Dios como el Hombre resucitado, y es la fuente de vida pura y santa,
de la vida inmaculada que imparte a todos los que creen. Esta es la razón por
qué nos hallamos en la presencia de Dios justificados por su vida.
Por la desobediencia de un
hombre los muchos fueron constituidos pecadores; "mucho más", por
un acto glorioso de obediencia hasta la muerte realizado por El, quien es
actualmente la nueva Cabeza, los muchos son constituidos justos.
La aparición de la ley
acrecentó la gravedad de la ofensa. Dio al pecado el carácter específico de
transgresión; "mas cuando el pecado abundó" (hubo alcanzado la altura
máxima de la inundación, por decirlo así), "sobreabundó la gracia",
vale decir, la gracia abundó mucho más. Así como el pecado reinó como
monarca despótico a través de largos siglos anteriores a la crucifixión y para
muerte de todos sus súbditos, la gracia se halla entronizada ahora y reina para
cumplir el cometido de la justicia a vida eterna por medio de Jesucristo,
nuestro Señor.
¡Qué evangelio! ¡Qué plan! Es
perfecto. Es divino. ¡Es como Dios mismo! ¡De qué modo glorioso extraen estos
cinco "mucho más" las maravillas de la gracia divina!
A la luz de todo lo dicho, no
hemos de extrañarnos que el apóstol ponga en labios del lector la pregunta:
"¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?", al
reconocer la tendencia innata del corazón humano a transformar la gracia de
Dios en lascivia. El capítulo 6 contesta esta cavilación en forma admirable.
"¡Lejos esté tal
pensamiento!" —exclama indignado. "Porque los que hemos muerto al
pecado, ¿cómo viviremos aún en él?" ¿En qué sentido hemos muerto al
pecado? Si estuviéramos muertos verdaderamente al pecado no nos preocuparíamos
ni con el problema ni con la respuesta. Lo que nos deja perplejos es el hecho
de que mientras aborrecemos el pecado sentimos que dentro de nosotros existe la
tendencia a ceder ante él. Pero se nos dice que hemos muerto al pecado. ¿Cómo y
dónde? El versículo que sigue ofrece la respuesta.
El hecho mismo de que nuestra
unión con Adán, en su carácter de cabeza federal, fue quebrada por nuestra asociación
con la muerte de Cristo, indica que tenemos el derecho a considerarnos haber
muerto en su propia muerte a la autoridad despótica del pecado.
Israel fue redimido del juicio mediante la sangre del cordero. Esto corresponde
al primer aspecto de la salvación. Al pasar por el Mar Rojo los israelitas
murieron para Faraón y los capataces' Esto ilustra el aspecto que estamos
considerando en este momento. El pecado no ha de tener ya
más dominio sobre nosotros; le servimos en el pasado. La muerte es quien ha
cambiado todo eso Nuestra condición de servidumbre terminó. Ahora estamos
unidos a Cristo resucitado y hemos sido conducidos a Dios.
La ordenanza iniciante del
cristianismo habla de esto. "¿No sabéis que todos los que
hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su
muerte?" Israel fue "bautizado en Moisés en la nube y en el
mar". Pasaron figuradamente por la muerte y Moisés fue su nuevo caudillo.
51 dominio de Faraón había terminado eh lo que a ellos concernía (1 Corintios
10). Del Mismo modo los que estamos salvos somos bautizados en la
muerte de Cristo. Aceptamos su muerte como nuestra, Porque sabemos que murió en
lugar nuestro. Somos bautizados en El como nuestro nuevo Caudillo.
¿Se trata aquí del bautismo
del Espíritu santo? Me parece que no. El Espíritu santo jamás bautiza a muerte
sino a un Cuerpo nuevo Es nuestra confirmación en el cuerpo del Cristo místico.
Nuestro bautismo en agua es un bautismo a la muerte de Cristo.
Pero el apóstol va más lejos,
Porque dice: proque somos sepultados juntamente con El para muerte por el
bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del
Padre así también nosotros andemos en vida nueva., (versículo 4). En mi
bautismo confieso que he muerto a la vida del viejo hombre en Adán, bajo el
dominio del pecado. He. terminado con eso, y pido se me dé la oportunidad de
demostrar la realidad del hecho, viviendo la vida de un hombre resucitado, de
un hombre unido con Cristo al otro lado de la muerte. Así es como ando en vida
nueva y queda descartada toda idea de continuar viviendo en el pecado y toda
sombra de antinomianismo. Mi nueva vida es la respuesta que doy a la confesión
hecha en mi bautismo.
Tengo que realizar de un modo
práctico mi identificación con Cristo. He sido plantado conjuntamente con
Cristo en la similitud de su muerte, esto es, en el bautismo, y seré uno
también con El en la similitud de su resurrección. No vivo bajo el dominio del
pecado. Vivo para Dios así como El que es mi nueva Cabeza.
Y el apóstol continúa diciendo
lógicamente: "Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado
juntamente con El, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no
sirvamos más al pecado. Porque el que ha muerto, ha sido justificado del
pecado" (versículos 6 y 7).
Pero mi hombre viejo no es
solamente mi vieja naturaleza. Es, más bien, todo cuanto yo era como hombre
carnal, el hombre inconverso con todos sus hábitos y deseos. Ese hombre fue
crucificado con Cristo. Cuando Jesús murió, yo como hombre carnal también morí.
Dios me vio en la cruz junto con su bendito Hijo.
¿Cuántas personas fueron
crucificadas en el Calvario? Allí estaban dos ladrones, allí estuvo Cristo
mismo. ¡Tres en total! Pero ¿fueron todos? Pablo dice en Gálatas 2:
20: "Con Cristo estoy juntamente crucificado". Quiere decir que Pablo
estuvo allí también, de modo que ya son cuatro. Y cada creyente
puede decir, "Nuestro viejo hombre fue crucificado con él". Todo esto
significa que Dios contempló a millones incontables colgados de la cruz con
Cristo. Y eso no es solamente que se estaba tratando el problema de nuestros
pecados sino que nosotros mismos, como pecadores, como hijos de la raza caída
de Adán, estábamos en juego, para que pudiéramos ser removidos de delante de la
vista de Dios y terminara para siempre nuestra condición de perdidos.
Pero nosotros, los que fuimos
crucificados con El, vivimos ahora con El. El apóstol continúa en Gálatas 2:
20: "Y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la
carne —esto es, en mi cuerpo actual—, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el
cual me amó y se entregó a sí mismo por mí". Es lo que sucede aquí. Del
mismo modo que el cuerpo de Faraón y todo el poderío de Egipto quedaron
anulados, en lo que a los israelitas concierne, del mismo modo sucede con el cuerpo
de pecado. El pecado no es mi amo ahora. En Cristo vivo para con Dios. Ya no
soy esclavo del pecado. Estoy justamente libre (justificado) de la autoridad
del pecado.
En seguida el autor de la
epístola muestra el efecto práctico de toda esta verdad preciosa. Hemos muerto
con Cristo. Tenemos fe, es decir, sabemos que hemos de vivir con El. Entonces,
cuando estemos en el cielo, el pecado no tendrá dominio sobre nosotros.
Ni tampoco deberíamos reconocer su autoridad aquí en la tierra, cediendo al
pecado. Sabemos que el
Cristo resucitado no puede
volver a morir jamás. La autoridad de la muerte ha quedado totalmente abolida,
y eso que el pecado engendró a la muerte. "Porque en cuanto murió, al
pecado murió una vez por todos", al pecado como nuestro viejo amo (no como
el suyo, pues nunca estuvo el yugo sobre El que siempre estuvo totalmente libre
de pecado), y ahora resucitado vive solamente para Dios. Y nosotros somos uno
con El, por consiguiente nosotros también hemos de vivir para Dios solamente.
Esto comprende naturalmente la liberación efectiva del poder o autoridad del
pecado.
Es indudable que jamás estuvo
en la mente de Dios que su pueblo redimido por la sangre de su Hijo
permaneciera bajo el poder de la naturaleza carnal, incapaz de caminar en la
libertad de hombres libres en Cristo. Pero la liberación efectiva no se alcanza
luchando con el viejo amo, es decir, el PECADO en la carne, sino por el
reconocimiento diario de la verdad que acabamos de exponer.
Y así se nos dice que creamos
que es cierto lo que Dios considera verídico, que hemos muerto con Cristo a
todos los ofrecimientos del Faraón Pecado, y que ahora nos encontramos libres
para caminar en novedad de vida como quienes han resucitado con Cristo.
"Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos
para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro" (versículo 11). Esta palabra considerar
es uno de los términos clave del capítulo y quiere decir literalmente
"contar como seguro". Dios dice que yo morí con Cristo. Yo lo cuento
como seguro. Dios dice que vivo en El y debo considerarlo domo seguro. Luego,
mientras la fe cuenta todo esto seguro, encuentro que el reclamo del pecado
está anulado. No existe otro método de liberación que el que comienza con esta consideración.
Nuestra razón puede argumentar y decir, "¡Pero tú no sientes que estás
muerto!" Pero, ¿qué tienen que ver los sentimientos en el asunto? Se trata
de un hecho judicial. La muerte de Cristo es mía. Por consiguiente, considero
que he muerto al dominio del pecado.
El versículo que sigue continúa
la secuencia lógica, porque dice: "No reine, pues, el pecado en
vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias".
Siento que surge dentro de mí un deseo que exige que me rinda ante un impulso
pecaminoso. Pero si estoy en guardia, de inmediato digo: "No. He muerto
para eso. Ya no domina mi voluntad. Pertenezco a Cristo. Yo vivo para El".
Mientras la fe esté afirmada en esta posición, el dominio del pecado está roto.
Pero sí demanda continua
vigilancia y el reconocimiento constante de mi unión con Cristo. Como en
tiempos pasados tuve el hábito de entregar mis miembros físicos como
instrumentos de maldad, dominados por el pecado, ahora me entrego
definitivamente y sin reservas de ninguna clase a Dios, como de uno que está
vivo porque he salido de esa muerte ala cual fui con Cristo. Y como
consecuencia natural, todos mis miembros físicos son suyos para que los emplee
como instrumentos de justicia para la gloria de Dios, cuya gracia me salvó. El
vocablo que encontramos traducido por "instrumentos" en realidad de
verdad significa "armas" o "armadura", tal como
aparece en 2 Corintios 6: 7 y 10: 4. Mis talentos, mis miembros físicos y todos
mis poderes y capacidades los uso ahora en el conflicto como armas que están al
servicio de Dios. Soy su soldado y estoy sin reserva alguna a su disposición.
Como no soy salvo por ningún
principio legal, sino por pura gracia solamente, el pecado ya no tiene dominio
sobre mi vida. Cristo resucitado es el Capitán de mi salvación, cuyas órdenes
gobiernan todas mis actividades.
La naturaleza puede razonar en
contrario y decir que, puesto que me hallo bajo la gracia y no bajo la ley,
poco importa cómo vivo y que, por tanto, me hallo libre para pecar desde que
mis obras nada tienen que ver con mi salvación. Pero hombre regenerado que soy,
no quiero tener libertad para pecar. Quiero tener poder para vivir en santidad.
Si me rindo habitualmente al pecado para obedecer voluntariamente sus
requerimientos, demuestro que soy todavía siervo del pecado y que el final de
tal clase de servicio es la muerte. Pero como hombre regenerado deseo obedecer
a Quien pertenezco ahora y a Quien sirvo. Por eso dice el apóstol: "Pero
gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de
corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados
del pecado —esto es, por el acto judicial que. Dios consumó en la cruz—,
vinisteis a ser siervos de la justicia" (versículos 17 y 18).
Pablo habla figuradamente e
ilustra el tema personificando EL PECADO y LA JUSTICIA para que
nuestra mente humana pueda comprender; y repite la exhortación, o más bien
repite como mandamiento lo que antes asentó como doctrina: "Así
como para iniquidad presentasteis vuestros miembros para servir a la
inmundicia y a la iniquidad —durante la vida vieja, antes de estar
identificados con Cristo, así ahora para santificación presentad vuestros
miembros para servir a la justicia" (versículo 19). Cuando éramos esclavos
del pecado, no reconocíamos a la justicia como nuestro amo, y al pensarlo
agachamos la cabeza avergonzados, recordando el fruto de esa relación
pecaminosa que habría resultado en la muerte, igualmente física y espiritual.
Por consiguiente, ahora que
hemos sido liberados judicialmente del dominio del pecado y somos siervos de
Dios, nuestra vida debe abundar en frutos de santidad cuyo fin es la vida
eterna. Poseemos actualmente la vida eterna, pero en este pasaje es el fin que
se vislumbra, cuando estemos con Cristo en el hogar celestial.
El escritor sagrado concluye
esta sección con una afirmación preciosa, aunque solemne: "Porque la paga
del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús
Señor nuestro". El pecado es, en un sentido, un amo fiel. Tiene un día de
pago seguro. La paga es muerte. Debemos observar que lo que tenemos ante
nosotros por el momento, no es el juicio divino sino la paga del pecado. La
paga del pecado es muerte, pero "después el juicio". Hay que afrontar
todavía la penalidad delante del tribunal de Dios. Muchos yerran en este punto
y enseñan erróneamente que la muerte física supone la cesación del ser y que
comprende tanto la paga como la penalidad. La Sagrada Escritura habla
claramente de que después que el pecado haya recibido su paga, sigue el juicio
divino.
Por otra parte, la vida eterna
es un don gratuito, el don de Dios. Nadie puede ganarla por sus propios
esfuerzos. Es dada a todos cuantos confían en Cristo como el Salvador de los
pecadores. Para quienes creemos al evangelio, es posesión nuestra ahora.
"Al final" la gozaremos en toda su plenitud.
El capítulo 7 considera una
porción de cosas que serían muy difíciles de comprender para el creyente judío.
El apóstol hace la pregunta, y luego la contesta. "¿Cuál es la regla de
vida para el creyente que se ha entregado a Cristo?" El judío contestaría
naturalmente: "La ley dada en el SINAB." La respuesta de Pablo es:
"¡Cristo resucitado!" Cuántos creyentes gentiles y cuántos que han
salido del judaísmo se han equivocado sobre este particular.
Que es evidente que piensa en
sus hermanos judíocristianos en primer término, se colige del versículo con que
abre el capítulo. "¿Acaso ignoráis, hermanos (pues hablo con los que
conocen la ley), que la ley se enseñorea del hombre entre tanto que éste
vive?" Es imposible suponer que el apóstol use en este pasaje el término
"la ley" en un sentido distinto al que ha tenido en mente todas las
veces que lo ha empleado en los capítulos anteriores. La ley significa aquí la
ley deMoisés y no quiere decir ninguna otra cosa. Significa eso que es el corazón
de la ley de Moisés, vale decir, los diez mandamientos promulgados en el Sinaí,
y su argumento es que la ley tiene dominio sobre los hombres hasta que la
muerte termina con su autoridad o pone fin a sus relaciones con esa
ley. Pero lo cierto es que el apóstol demuestra también en la forma más clara y
evidente que es posible hacerlo en lenguaje humano, que hemos muerto con
Cristo, lo cual quiere decir que no hemos muerto al pecado solamente, sino
también para la ley como regla de vida. ¿Es que nos hemos quedado sin ley'? De
ninguna manera: ahora estamos "bajo la ley de Cristo" (1 Corintios 9:
21), esto es, nos encontramos "sujetos legítimamente"
a Cristo, que es nuestra nueva Cabeza. El es el Espose, a igual que la Cabeza,
como lo muestra a las claras el capítulo 5 de Efesios.
Los versículos 2 y 3 del
capítulo 7, ilustran convincentemente esta verdad, y el 4 la aplica. La mujer
casada al marido se halla legalmente unida a él hasta que la muerte corta la
relación. Si se casa con otro hombre mientras vive el marido, se convierte en
adúltera. Pero cuando fallece el primer esposo, ella está libre para casarse
con otro hombre sin que el acto afecte para nada su honor.
Del mismo modo la muerte
termina la relación del creyente con la ley, no la muerte de la ley sino
nuestra muerte con Cristo que es la que ha puesto fin al viejo orden de cosas.
Todo esto quiere decir que ahora estamos libres para casarnos con otra persona,
con el Cristo resucitado, a fin de poder producir frutos aceptos por Dios.
No han faltado quienes forjan
un concepto fantaseado y erróneo con la ilustración del apóstol para querer
decir que el primer esposo no es la ley sino "nuestro viejo
hombre". Tal posición es completamente ilógica e insostenible
porque, como ya vimos, el viejo hombre soy yo mismo que vivo en la carne. ¡Yo
no me casé conmigo mismo! Tal idea indica el toque del absurdo. El creyente
judío estuvo una vez ligado con el pacto legal. Le fue propuesto como medio de
producir frutos aceptables a Dios, pero lo que hizo fue atizar todo el mal que
se anida en el corazón humano. La muerte disolvió esa relación anterior y quien
buscaba frutos en la ley ahora mira al Cristo resucitado; pero como ahora el
corazón está ocupado por Cristo, el fruto que produce la vida del creyente,
agrada a Dios.
Por eso declara el apóstol:
"Porque mientras estábamos en la carne —es decir, en el estado natural,
como personas inconversas—, las pasiones pecaminosas que eran por la ley
obraban en nuestros miembros llevando fruto para muerte", todo lo cual establece
claramente la posición que acabamos de sentar. La ley es el esposo, el agente
activo por medio de quien esperábamos conseguir frutos aceptables a Dios, pero
en lugar de ello produjimos frutos para muerte y todos nuestros esfuerzos y
sufrimientos, realizados con la esperanza de producir justicia, terminaron en
el desengaño. La criatura nació muerta.
"Pero ahora estamos
libres de la ley, por haber muerto para aquella (relación) en que estábamos
sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu y no bajo el
régimen viejo de la letra" (versículo 6). En la ilustración el primer
esposo muere y la esposa queda libre para casarse con otro. En la aplicación el
apóstol no dice que la ley ha muerto, pero destaca el hecho de que la muerte —y
para nosotros es la muerte de Cristo— ha terminado la relación que nosotros
manteníamos con la ley. Quiere decir, entonces, que no existe un desacuerdo
real; en los dos casos la muerte termina una condición existente. Como ya
vimos, la ley fue dirigida al hombre carnal, y tal fue nuestra condición
anterior, pero ahora todo eso está cambiado. Ya no estamos en la carne sino en
el Espíritu, como lo veremos en el capítulo siguiente, y en una nueva situación
en la cual no se puede aplicar la ley de ninguna manera. Pero otra vez vuelve a
presentarse el viejo problema: Si todo esto es verdad, ¿hemos de pecar? ¿Hemos
de vivir sin ley por el hecho de que no estamos bajo la ley? De ninguna manera.
Es preciso reconocer que la ley tiene una misión especial, pero no como
reglamentación de la nueva vida. La ley es el gran pesquisante del pecado.
Pablo pudo decir, "Yo no conocí el pecado sino por la ley", esto es,
yo no había descubierto la naturaleza maleada que llevo dentro de mí mismo —tan
correcta había sido su conducta externa—, si la ley no hubiera dicho: "No
codiciarás"; pero la naturaleza pecaminosa se rebeló contra el mandamiento
e hizo surgir toda suerte de codicias y deseos insatisfechos. Observemos
cuidadosamente la forma concluyente que esto prueba que el apóstol tuvo continuamente
presente los diez mandamientos. Frente a la declaración del escritor sagrado
resulta absurdo decir que se refiere únicamente a la ley ceremonial. ¿Dónde se
encuentra la palabra que prohíbe la codicia? En los diez mandamientos. Por lo
tanto, "la ley" significa las ordenanzas divinas grabadas en las
tablas de piedra.
De modo que llegamos a la
conclusión de que, aparte de la ley, el pecado está muerto; es decir, inerte,
no reconocido. Por supuesto, hubo pecados aun antes de que la ley fuese
promulgada; pero el pecado, —esto es, su naturaleza—, no fue reconocida hasta
que la ley la provocó.
De aquí que diga el apóstol:
"Yo sin la ley vivía en un tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado
revivió y yo morí. Y hallé que el mismo mandamiento que era para vida —es
decir, ordenado o propuesto para vida—, a mí me resultó para muerte ; porque el
pecado, tomando ocasión por el mandamiento, me engañó, y por él me mató"
(versículos 9 al 11). Es como si hubiera dicho con otras palabras: "Yo
vivía inconscientemente despreocupado en cuanto a mi verdadera condición moral
delante de Dios como pecador, hasta que sentí el impacto del mandamiento que
prohíbe la codicia. Yo no me había percatado que el mal deseo es en sí
pecaminoso aun cuando el deseo no sea consumado. Pero esto me lo demostró la
ley. Luché por ahogar todo mal deseo, pero el pecado, el principio del mal que
llevo adentro, es demasiado fuerte como para que yo lo pueda reprimir. Por eso
me engañó, de modo que yo, al violar la ley, tuve conciencia de que me encontraba
bajo sentencia de muerte". Esta es exactamente la función que cumple la
ley, tal como el autor lo demuestra en su epístola a los Gálatas y en esta
misma carta. "La ley fue añadida a causa de —o, en vista de— las
transgresiones". Esto quiere decir que la ley sirvió para dar al pecado el
carácter específico de transgresión, y ahondó el sentido de culpa e indignidad.
De aquí que el apóstol concluya diciendo: "La ley a la verdad es santa, y
el mandamiento santo, justo y bueno." La falla no está en la ley, sino en
mí.
Bien —argumenta el apóstol—,
¿fue convertida esta ley en muerte por mi causa? De ninguna manera —contesta—,
sino que puso de manifiesto en su persona aquello que solamente puede terminar
en muerte, es decir, el pecado; el que, para que pudiera descubrir todo su
horror, quedó iluminado totalmente por la ley, obrando de esta manera la muerte
en el apóstol por medio de las cosas que él creía ser buenas. Y el pecado,
mediante la promulgación legal, revela su excesiva pecaminosidad.
Varios intérpretes consideran
que los versículos 14 al 25 detallan la experiencia legítima que el cristiano
posee a través de la vida. Otros creen que no pueden significar de ningún modo
el conflicto del cristiano, sino que Pablo describe la lucha entre los deseos superiores
e inferiores del hombre natural, especialmente del judío inconverso bajo la
ley. Es evidente que estos dos puntos de vista contradicen el argumento de esta
porción de la epístola.
En cuanto a la última
interpretación mencionada, hemos de recordar que toda esta sección de la
epístola se refiere al problema de la liberación del pecado en el creyente, y
no a la liberación de los pecados del inconverso. Además, ningún inconverso
puede decir honradamente: "Porque según el hombre interior, me deleito en
la ley de Dios". Solamente quienes poseen la nueva naturaleza pueden
hablar de esta manera. Y en cuanto a que ello sea la experiencia normal de
quien está ya salvo, trataré de demostrar, a medida que proseguimos del
capítulo 7 al 8, que existe una progresión ordenada entre el asombro del primer
capítulo recién mencionado y la inteligente comprensión de quien camina en el
Espíritu del capítulo siguiente. Es indudable que todos los cristianos saben
algo del estado que describen los versículos 14 al 25 del capítulo 7, pero una
vez que han salido de él no necesitan volver a él jamás. Porque no se trata
meramente del conflicto entablado entre las dos naturalezas. Si fuera así, uno
podría volver a pasar por esa experiencia infeliz una y otra vez. Lo cierto es
que describe las angustias por las cuales pasa el alma despertada, pero que
todavía no ha encontrado el camino de la liberación. Una vez encontrada la
senda, uno queda libre de la ley para siempre. Dije anteriormente en la
exposición que aquí tenemos, ante todo, al judío creyente que trata de alcanzar
la santidad empleando la ley como regla de vida y que está resuelto a obligar a
su antigua naturaleza a sujetarse a ella. El creyente gentil pasa por la misma
experiencia en una buena parte de la cristiandad, porque en casi todas partes
se enseña el legalismo.
Generalmente se cree que
cuando una persona se convierte, y ahora que ha nacido de Dios, ya puede
alcanzar una vida de santidad esforzándose y persistiendo en la sujeción a la
ley. Y Dios mismo permite que se haga la prueba para que su pueblo aprenda
experimentalmente que la carne en el creyente no es mejor que la carne en el
incrédulo. Cuando el creyente cesa de esforzarse, encuentra liberación mediante
la acción del Espíritu, ocupándose con el Cristo resucitado.
El apóstol Pablo no escribe en
la primera persona del singular para describir precisamente una larga
experiencia que le ha acontecido —aunque posiblemente haya pasado por ella—,
sino para que cada lector la tome como para sí con simpatía y comprensión.
La ley es espiritual, es
decir, es de Dios, santa y sobrenatural. Pero yo soy carnal, aunque creyente, y
me siento dominado, más o menos, por la carne. Ya cuando tratamos 1 Corintios 2
y 3 hicimos la distinción entre el hombre natural, o sea el hombre sin
salvación; el hombre carnal, que es hijo de Dios pero que no ha sido liberado
aún; y el hombre espiritual, o sea el cristiano que vive y camina según el
Espíritu.
En nuestro caso el hombre
carnal está vendido al pecado, esto es, sujeto al poder de la naturaleza mala,
con respecto a la cual él ha muerto en Cristo, verdad bendita por cierto, pero
que todavía no se ha apropiado por medio de la fe. Como consecuencia se
encuentra yendo continuamente en sentido contrario a las aspiraciones más
profundas de la nueva vida divina que lleva implantada en sí mismo. Hace lo que
no quisiera; fracasa al no realizar el bien que se propone; comete los pecados
que detesta; carece de fuerzas para hacer el bien que ama. Pero todo esto le
demuestra que tiene algo dentro de sí que es distinto de su verdadero ser como
hijo de Dios. Porque aunque ha nacido de Dios, tiene todavía la naturaleza
carnal. Sabe que la ley es buena y quiere cumplirla. Así es que poco a poco se
aclara en su conciencia que no es realmente él mismo que falla, porque él está
unido a Cristo, sino que el pecado que mora en él es lo que ejerce el dominio
(versículos 14 al 17).
Así es cómo aprende acerca de
la debilidad y la improductividad de la carne. "Yo sé que en mí, esto es,
mi carne, no mora el bien." Quiere hacer el bien pero carece del poder de
practicarlo, y poco a poco abandona el esfuerzo de obligar a la carne a
comportarse debidamente y a sujetarse a la ley.
Pero no hace el bien que quisiera
realizar, y hace el mal que no quisiera hacer, lo cual hace que llegue a la
conclusión que ya vimos: "Ya no soy yo quien hace aquello, sino
el pecado que mora en mí". Esto quiere decir que ha descubierto una ley o
principio de acción. Sigue con el bien pero practica el mal. Según el hombre
interior se deleita en la ley de Dios, pero ello no produce la santidad que él
espera. ¡Para alcanzar la meta que aspira, debe aprender a deleitarse en Cristo
resucitado! Esto lo alcanzará más tarde, pero mientras tanto se ocupa en el
descubrimiento de las dos naturalezas con sus diferentes deseos y actividades.
El ve "otra ley", un principio en sus miembros (que son los de su
cuerpo por medio de los que opera la mente carnal), que guerrea contra la ley de
su mente renovada y lo lleva cautivo a la potencia pecaminosa que es
inseparable de sus miembros físicos mientras esté en este mundo. Es a este
principio que el apóstol llama "la ley del pecado y de la muerte". Si
no fuera por este principio o poder dominante, no habría peligro de que el ser
humano pervirtiera o usara mal sus deseos y tendencias. Casi convencido de que
la lucha debe seguir durante toda la existencia terrenal, exclama
angustiosamente: "¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de
muerte?" Se asemeja a un hombre encadenado a un cuerpo putrefacto del cual
quiere librarse. No puede curar ni sujetar a ese cuerpo, por más que
trate de hacerlo. Es el grito de desesperación en lo que concierne a su propia
incapacidad y se halla frente al fin de sus propios recursos humanos. Pero en
un momento obtiene, por medio de la fe, una visión del Cristo resucitado.
El es el único Libertador del
poder del pecado, además de Salvador de la penalidad de su culpa. "Gracias
doy a Dios —irrumpe—, por Jesucristo Señor nuestro." Ha encontrado la
puerta de salida. Cristo en la gloria es la regla y norma de vida del
cristiano, no la ley.
El ingreso a esta experiencia
se reserva para la próxima sección. Mientras tanto, Pablo confiesa: "Así
que, yo mismo con la mente —esto es, la mente renovada del hombre real como lo
ve Dios— sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado".
Tal experiencia no puede ser el ideal cristiano.
Si entre quienes leen estas
líneas hay algún creyente que se encuentra todavía en las garras agonizantes de
esta lucha terrible en la que trata de sujetar la carne a la santa ley de Dios,
permítame instarle a que acepte el veredicto dado por Dios mismo acerca de la
carne y que reconozca la imposibilidad de conseguir que la carne le obedezca. No
luche con ella. Lo vencerá cada vez. Déjela a un lado completamente. Deje de
mirarse a sí mismo y a la ley y mire a cristo resucitado.
En la antigüedad Israel quiso
encontrar un camino corto que atravesara a Edom, figura de la carne, pero los
hijos de Esau le salieron armados al paso para atajarle el avance. El mandato
de Dios fue volver atrás "y dar vuelta a la tierra de Edom". Igual
cosa acontece con nosotros. Cuando dejemos atrás toda preocupación con nosotros
mismos, encontraremos la liberación y la victoria en Cristo mediante el
Espíritu Santo.
El Triunfo de la Gracia
Capítulo 8
Siempre me ha parecido una
gran lástima que al editar nuestras Biblias y dividir el texto en versículos y
capítulos, se haya permitido la interrupción que media entre los capítulos 7 y
8. Estoy convencido que muchas personas no vean la conexión que existe entre
ambos, debido a esta falla. Nos hemos hecho a la costumbre de leer la Biblia
por capítulos en vez de por temas. En realidad los cuatro primeros versículos
del capítulo 8 deberían estar unidos al final del capítulo 7, ligando de esta
manera la expresión de confianza que dice: "Gracias doy a Dios, por
Jesucristo Señor nuestro".
Estas palabras iniciales
constituyen el resumen de toda la verdad expuesta en esta sección de la
epístola que comienza en el capítulo 5:12. Por supuesto, se hace casi
innecesario que diga aquí lo que es asunto familiar para todo estudiante
diligente del texto original: que la última parte del primer versículo del
capítulo 8 es una interpolación que en realidad corresponde al versículo 4, y
que obscurece el sentido de la gran verdad que enuncian las palabras:
"Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo
Jesús". La magnífica declaración no necesita de frases explicativas. No
depende de nuestro modo de vivir. Es verdad que reza con todos los que están en
Cristo, y estar en El significa pertenecer a una nueva creación.
El examen de cualquier
traducción crítica, revelará que lo que afirmo está abonado por todos los
editores. Estoy seguro que la aversión humana a la soberana gracia divina es la
que introdujo la cláusula aclaratoria en nuestras versiones corrientes. Le
pareció que era demasiado que la liberación de la condena dependiera de estar
en Cristo Jesús y no de nuestro modo de vivir en el Espíritu. De ahí
que fuera cosa fácil trasladar las palabras del versículo 4 al 1. Tienen su
lugar en el versículo 4, porque allí está en juego el asunto de la condición
del creyente. En cambio, el versículo 1 trata de la situación del creyente.
¡Qué alivio indecible
significa para el alma perpleja, aturdida y afligida, que se encuentra oprimida
por el sentimiento de su propia indignidad, y angustiada debido a los
frecuentes fracasos al no poder vivir a la altura de sus grandes resoluciones,
saber que Dios la ve en Jesucristo y que al verla en tal situación, se
encuentra libre de toda condenación! Es posible que exclame: "¡Pero yo me siento
condenado!" Este no es, sin embargo, el problema, porque no se trata
de cómo yo me siento sino de lo que Dios dice. El me ve en Cristo resucitado,
fuera del alcance de la condenación para siempre.
Es posible que el acusado que
se halla delante del tribunal y que a causa de su sordera y vista defectuosa
imagine que se está sellando su condenación, en el momento preciso en que el
Juez pronuncia el fallo de su completa liberación. Ni su sordera ni su ceguera
pueden alterar la realidad de la sentencia pronunciada. Y aunque muchas veces
somos tardos para oír y nuestra vista espiritual es muy defectuosa, el hecho
glorioso permanece de que Dios declara al creyente libre de condenación, ya sea
que éste se haya percatado o no del hecho glorioso.
Oh alma que dudas, no mires tu
propia condición. Quita la vista de sobre ti misma y mira a Cristo resucitado,
quien para siempre jamás está alejado de la cruz donde lo pusieron tus pecados,
y contémplate a ti misma unida a El, exaltado a la diestra de Dios. El no se
encontraría allí si el problema del pecado no hubiera sido resuelto
satisfactoriamente para la majestad divina. El hecho de que Cristo se encuentra
allí y de que Dios te ve en El, es el testimonio más concluyente de que estás
libre de toda condenación. Somos hechos cercanos a Dios "en Cristo
Jesús", y todo problema de juicio queda resuelto para siempre. Jamás puede
ser presentado nuevamente.
Esta situación deja al alma en
libertad para que se ocupe en agradar a Dios, no como medio para escapar del
desagrado divino, sino como expresión de amor hacia Quien nos trajo a sí mismo
en paz. Lo que la ley no pudo hacer, con toda su solemnidad y severas amenazas
—esto es, producir una vida de santidad, debido a la flaqueza y falta de
integridad de la carne—, ahora el alma lo realiza con el poder de la nueva vida
engendrada por el Espíritu. Es probable que una versión más clara del versículo
2 fuera: "La ley del Espíritu (que es vida en Cristo Jesús), me ha
librado de la ley del pecado y de la muerte". Es decir, que la ley del
Espíritu de vida en Cristo Jesús que se recibe en el nuevo nacimiento, es
puesta en contraste con la ley del pecado y de la muerte contra la cual el
creyente lucha en vano, siempre que luche con su propia fuerza. La victoria
surge cuando nos volvemos de nuestro propio yo al Cristo resucitado. La ley del
Espíritu apareja bendiciones porque suministra poder a quien carece de él. Se
trata, pues, de un principio totalmente nuevo: vida en Cristo Jesús, no en
nosotros mismos. Esta vida nueva se imparte al creyente y éste debe comportarse
y vivir con el poder que ella suministra. "Porque Dios es el que en
vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad." La
ley demanda justicia de parte del hombre que tiene una naturaleza moral y
espiritual totalmente corrupta y pervertida y que puede producir solamente
frutos corrompidos. El Espíritu Santo produce una naturaleza nueva en la
persona que está en Cristo y, junto con esta vida nueva, surgen afectos y
deseos nuevos que hacen que responda de buen grado a la voluntad del Señor, tal
como la encuentra en su Palabra. Todo esto quiere decir que la justicia de la ley,
la práctica del bien que la justicia exige, es producida en la persona que
ahora no anda según la carne sino según el Espíritu, o sea sujeta al Espíritu,
quien viene al creyente a tomar posesión de él para Cristo.
El apóstol procede a desplegar
un amplio y elevado panorama de verdad en los versículos comprendidos del 5 al
27, relacionada con la morada del Espíritu Santo, que es el único Vicario
verdadero de Cristo en la tierra. En primer lugar nos recuerda que es preciso
considerar dos principios que son completamente opuestos o, mejor dicho, dos
normas de vida que son totalmente antagónicas.
Los que andan según la carne,
es decir, los inconversos, están dominados por la naturaleza carnal.
"Piensan en las cosas de la carne." Esta frase resume toda la vida
del hombre natural, vale decir, sin conversión. El contraste bendito a esta
condición la constituyen quienes andan según el Espíritu, los que nacen de la
Palabra y del Espíritu de Dios, los hombres y mujeres que están salvos y cuya
característica es ocuparse de las cosas que son del Espíritu de Dios. El
apóstol abre un paréntesis para declarar que "el ocuparse de la carne es
muerte", es decir, su único resultado legítimo, "pero que el ocuparse
del Espíritu es vida y paz". Quien está dominado de esta manera por el
Espíritu, se encuentra elevado a un plano nuevo en que la muerte no tiene lugar
y el conflicto es desconocido.
No es que la naturaleza carnal
haya sido mejorada en sentido alguno, o que pueda serlo. La
naturaleza carnal en el cristiano más experimentado y santo, es tan
incorregible como en el más vil pecador. "Por cuanto la mente carnal es
enemistad contra Dios; porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco
puede" (versículo 7). Fracasan todos los esfuerzos por reformarse o
purificarse. La ley no hace más que poner de manifiesto la maldad incurable de
la naturaleza humana, y ello explica por qué es tan completamente incapaz: "Los
que viven según la carne no pueden agradar a Dios". Esto no quiere decir,
por supuesto, que el hombre como tal, no distingue entre el mal y el bien o
que, sabiéndolo, es incapaz de hacerlo. Decirlo, supondría declarar que el
hombre no es una persona responsable sino la víctima de un fatalismo cruel y
despiadado.
Se trata de lo siguiente: el
ser humano conoce el mal y aprueba el bien, pero se inclina hacia el mal y no
hace el bien porque el pecado domina su naturaleza carnal, a la que entrega sus
miembros como instrumentos de injusticia, como ya lo explicamos en la sexta
exposición. Siendo, pues, incapaz de cambiar su propia naturaleza, no puede en
realidad agradar a Dios.
Pero con el creyente el
problema es distinto. El ya no vive según la carne, puesto que ha nacido de
Dios. Ahora vive según el Espíritu, y el Espíritu de Dios mora en él. Las
palabras "si es que" del versículo 9 no suponen la existencia de
cristianos que no tengan el Espíritu, sino que tienen la fuerza de "puesto
que", es decir, "puesto que el Espíritu de Dios mora en vosotros,
ya no vivís según la carne", esto es, característicamente, como miembros
de la familia del primer hombre y bajo el dominio de la vieja naturaleza.
Cualquiera persona, profese o no ser creyente, que no tiene el Espíritu de
Cristo, no es de El. No se trata de tener meramente la disposición de Cristo,
sino el Espíritu de Cristo que es el Espíritu Santo que El ha enviado al mundo
y que mora en todos los redimidos en esta dispensación de la gracia; y esto,
desde luego produce una disposición semejante a la de Cristo en la persona en
quien mora el Espíritu.
Pero si Cristo mora así en
nosotros por medio de su Espíritu, entonces El es la sola fuente de nuestro
poder para llevar una vida de santidad. El cuerpo no nos ayuda para nada.
"El cuerpo está muerto a causa del pecado." Es preciso considerarlo
muerto e inerte en lo que respecta a su capacidad para producir frutos que sean
agradables a Dios. Todo cuanto hagamos debe tener su origen en el Espíritu.
"El Espíritu vive a causa de la justicia."
Con lo dicho no ignoramos o
desestimamos el cuerpo. También éste ha sido comprado por la sangre de Cristo,
y tenemos la promesa de que "si el Espíritu de Aquel que levantó de los
muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús
vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en
vosotros" (versículo 11). Es inútil decir, como afirman
algunos, que estas palabras se refieren a una vivificación actual, cuando el
versículo anterior afirma lo contrario. "El cuerpo en verdad está muerto a
causa del pecado" —declara—, no de un modo real, por supuesto, sino
judicial. Por consiguiente, nada debemos esperar de él. Un cuerpo fuerte de
ningún modo significa que sea la morada de un santo fuerte, ni un cuerpo débil
el de un santo débil. La fuerza física hasta podría parecer un estorbo para el
progreso espiritual, si se desconoce la verdad que acabamos de considerar,
mientras que la debilidad física podría hacer suponer que facilita la práctica
de la santidad. De aquí que monjes y ascetas de variada índole se esfuercen por
crecer en la gracia ayunando y martirizando el cuerpo. Pero en el capítulo 2 de
la epístola a los Colosenses se enseña que todo es vano y fútil para alcanzar
el controlar de los apetitos carnales.
Pero el cuerpo es para el
Señor, y el mismo Espíritu Santo que levantó a Jesús de entre los muertos, nos
resucitará algún día, dando la vida de la resurrección a nuestros cuerpos
mortales. No hay que olvidar que el apóstol habla del cuerpo del creyente que
vive y posee ahora la vida nueva en un cuerpo sujeto a la muerte pero que será
revestido de inmortalidad cuando regrese el Señor. Puesto que Dios nos reclama
para sí, nosotros no le debemos nada a la carne. No somos deudores de la carne
como para que le prestemos servicio. Hacerlo sólo significaría morir. De aquí
que sea el gran hecho que recalca cuando dice: "El pecado, siendo
consumado, da a luz la muerte". Pero, si por medio del poder del Espíritu
que mora en nosotros matamos los hechos del cuerpo, vivimos verdaderamente. El
cuerpo es considerado el vehículo a través del cual obran las acciones
carnales. Incita los apetitos naturales a que se expresen ilícitamente. El
creyente que es guiado por el Espíritu de Dios tiene que estar en guardia
contra todo esto. Tiene que matar los deseos ilícitos. Por eso es que en
Colosenses 3: 5 leemos: "Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros:
fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es
idolatría". Como estamos crucificados con Cristo, ahora, por medio de la
fe, hacemos morir las acciones del cuerpo mediante el juicio que nosotros
mismos ejercemos sobre ellas. "Porque nosotros que vivimos
siempre somos entregados a muerte por causa de Jesús."
Andar en la carne comprende
todo lo contrario a la totalidad de los principios cristianos, porque
"todos los que son guiados —dirigidos— por el Espíritu de Dios, éstos son
hijos de Dios". Es mediante esta vida en el poder del Espíritu que hacemos
morir los actos del cuerpo y manifestamos la vida nueva que poseemos y las
relaciones que ella mantiene. Esto de ninguna manera significa que estamos
sujetos a un espíritu de esclavitud o legalismo que nos llene de temor y
temblor. Es el espíritu de adopción, el espíritu del hijo que ha sido adoptado
y mediante el cual exclama: "¡Abba, Padre!" Hay que diferenciar entre
la adopción y el nuevo nacimiento. Somos criaturas por nacimiento natural pero
hijos por adopción. En el sentido estricto de la palabra todavía no hemos
recibido la adopción, la cual será consumada cuando el Señor vuelva, de acuerdo
al versículo 23. Se llamaba "adopción" cuando el padre romano
reconocía públicamente a la criatura como hijo y heredero en el acto legal que
se efectuaba en el foro. Todos los que nacían en la familia eran criaturas.
Solamente los que adoptaba eran reconocidos como hijos. Del mismo modo nosotros
hemos nacido de nuevo por la Palabra de Dios y somos, en consecuencia,
criaturas suyas, así como lo fueron todos los creyentes desde los tiempos de
Abel. Pero somos hijos adoptivos por el Espíritu de Dios que mora en nosotros,
aunque esta posición ha de manifestarse completamente y de un modo público
cuando seamos transformados de acuerdo a la imagen de nuestro Salvador en su
regreso.
La expresión del niño que
dice, "Abba, Padre", es muy sugestiva. En el texto original un
término es hebreo, el otro, griego. Para quienes están en Cristo, ya no existen
muros divisorios. Todos son uno en El. Juntos exclamamos: "¡Abba,
Padre!" Nuestro Señor empleó el doble término en el Getsemaní (Marcos 14:
36). Alguien ha sugerido con acierto que "Abba" es palabra en boca de
bebés, mientras que patér, la voz griega, de la cual es nuestra equivalente "padre",
es propia de personas mayores. Pero jóvenes y de mayor edad se reúnen para
acercarse al Padre por medio del Espíritu Santo.
El Señor mismo da testimonio con
nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Recibimos el testimonio de su
Palabra que El nos da (Hebreos 10:15), y así tenemos el testimonio en nosotros,
la Palabra ocultada en el corazón (1 Juan 5:10), y de esta manera el Espíritu
mismo hace morada en nosotros y nos conduce a la participación de cosas
celestiales. El texto dice que es "el Espíritu mismo" el que realiza
todo esto. En el griego la voz "Espíritu" pertenece al género neutro;
de acuerdo a nuestro idioma es correcto emplear con ella el pronombre personal.
El se comunica con nuestro espíritu, ilumina, instruye y guía por medio de la
palabra. "La comunión del Espíritu" es un hecho real y maravilloso
que conocen y participan quienes viven y andan según El.
Si somos hijos de Dios, sigue
naturalmente que somos sus herederos y coherederos con Cristo. Participamos de
todas las glorias que El ha adquirido y estaremos junto con El en la gloria.
El apóstol contraste en los
versículos 18 al 27 nuestra condición actual con la gloria que ha de ser
manifestada. Aunque mora en nosotros el Espíritu, tenemos que transitar por un
camino de dolor y sufrimiento mientras seguimos las pisadas de quien fue el
Varón de Dolores durante su vida terrenal. Pero todo cuanto podamos sufrir en
este mundo, no puede compararse con la gloria que muy pronto ha de ser
manifestada.
Toda la creación espera
ansiosamente la revelación total de la naturaleza verdadera de los hijos de
Dios, cuando también ella participará de esa libertad gloriosa. Porque fue
sujetada a vanidad, no de su voluntad, sino por causa del fracaso de la cabeza
federal. Pero no sujeta para siempre, pues mantiene la esperanza de la
restauración final. En aquel día será librada de "la esclavitud de corrupción"
para participar de "la libertad gloriosa de los hijos de Dios". La
creación no participa de la libertad de la gracia. Tendrá su parte en la
libertad de gloria, es decir, la época bendita del reinado milenario. Hasta
entonces la creación gemirá con dolores indecibles, esperando la regeneración,
mientras nosotros gemimos también conjuntamente con toda la creación esperando
con ansia nuestro reconocimiento cuando recibamos la redención del cuerpo y
seamos semejantes al Señor. Hemos recibido la salvación del alma y poseemos las
primicias del Espíritu que gustamos actualmente, esperando que muy pronto las
poseeremos en toda su plenitud.
Hemos sido salvados en esta
esperanza y vivimos mediante su poder. Caminamos por fe, no por vista. Si
hubiésemos visto ya la esperanza, se habría desvanecido; pero en esta
esperanza, aguardamos con paciencia el regreso del Señor.
Mientras tanto, aunque a
menudo probados al máximo de nuestras fuerzas, no sabemos ni orar como
deberíamos, pero el Espíritu que mora en nosotros y conoce perfectamente la
mente de Dios, intercede en nuestro interior de acuerdo con la voluntad de
Dios, no con palabras audibles, pero sí con gemidos indecibles. Como alguien ha
dicho apropiadamente: "Antes gemíamos en la esclavitud; ahora gemimos en
la gracia". Pero este mismo gemido testifica del cambio de condiciones que
nuestra unión con Cristo ha operado. Los gemidos del Espíritu están en armonía
con nuestros suspiros y lágrimas y el Gran Escudriñador de corazones escucha y
contesta con sabiduría infinita y amor inalterable.
Es de este modo que seguimos
adelante en paz en medio de la tribulación, asegurado el corazón de que "a
los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que
conforme a su propósito son llamados" (versículo 28). Esto introduce la
porción final del capítulo y la sección de la epístola que divide esta gran
porción doctrinaria que es, en realidad, resumen de todo cuanto hemos venido
diciendo, y conclusión maestra de la apertura de "la justicia de Dios revelada
en el evangelio".
El apóstol la presenta en dos
subtítulos: en los versículos 28 al 34 tenemos "Dios por nosotros", y
en los 35 al 39, "ninguna separación".
En los versículos 29 y 30
encontramos una cadena gloriosa compuesta por cinco eslabones que parten de la
eternidad en el pasado y llegan a la eternidad del futuro: antes conoció,
predestinó, llamó, justificó y glorificó. Cada eslabón ha sido forjado en el
cielo y nadie puede quebrarlo. Esta porción bendita no debe dar motivo para que
los teólogos disputen sobre ella sino para que los santos se regocijen en ella.
Éramos conocidos antes de que hubiésemos pisado este mundo; estamos
predestinados a llegar a ser completamente como nuestro bendito Señor, "conformes
a la imagen del Hijo de Dios", para que El, que desde toda la eternidad es
el Unigénito", sea también "el primogénito entre muchos
hermanos". Es así cómo hemos sido llamados por la gracia divina,
justificados por la fe en base a la redención consumada, y nuestra
glorificación es tan cierta como el anteconocimiento de Dios.
¿Qué diremos a todo esto? Si
Dios se halla de un modo tan manifiesto de parte nuestra —no en contra nuestra,
como el corazón atribulado y la conciencia culpable nos hicieron creer—, ¿qué
poder puede estar en contra nuestra? ¿Quién puede combatir con éxito a la
voluntad divina?
Si Dios, al darnos a Cristo,
"muestra más amor hacia nosotros que el amor que nosotros tenemos al
pecado" (como ha dicho un hermano en Cristo muy amado), y si "no
escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no
nos dará también con él todas las cosas?”
Es probable que los dos
versículos que siguen deban ser colocados entre interrogantes, tal como
aparecen en algunas traducciones: "¿Quién acusará a los escogidos de Dios?
¿Lo hará Dios, quien es El que los justifica? ¿Quién es el que condenará? ¿Lo
hará Cristo quien murió y resucitó por ellos, y está sentado ahora a la diestra
del Padre e intercede por ellos?”
No existen contestaciones
posibles para estas preguntas. Cada voz que pretenda hablar, queda silenciada.
Cada acusación muere en el vacío. Nuestra posición en Cristo es completa y
nuestra justificación, inalterable. De aquí que el apóstol desafíe en los
versículos finales, o sean los 35 al 39, a cualquiera circunstancia o a cualquier
persona, en este mundo o en el otro, que trate de separar al creyente del amor
de Dios que es en Cristo Jesús. Ninguna experiencia puede conseguirlo, por dura
que sea. Aunque estemos expuestos como las ovejas al matadero, lo único que la
muerte puede hacer es llevarnos a la presencia del Señor. En todas las
circunstancias somos más que vencedores, porque triunfamos en Cristo.
Así es que del mismo modo que
el apóstol comenzó la sección con "ninguna condenación", la terminó
con "ninguna separación". "Por lo cual estoy seguro de que ni la
muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente,
ni lo porvenir — ¿y qué existe que no sea ni presente ni porvenir?—, ni lo
alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de
Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro."
Se trata, pues, de la bendita
y maravillosa consumación del tema más estupendo que jamás se ha dado a hombre
alguno para que lo haga conocer a sus semejantes. Quiera Dios ayudarnos para
que penetremos más y más en él y tengamos gozo abundante y mayor potencia
espiritual al contemplarlo.
División II: Dispensacional
Capítulos 9 al 11
LA JUSTICIA DE DIOS ARMONIZADA
CON SU TRATAMIENTO DISPENSACIONAL
Cómo trató Dios a Israel en el
pasado
Capítulo 9
Después de conducirnos por
todo el camino que media entre la esclavitud y la condenación de los capítulos
1, 2 y 3 a la libertad, justificación gloriosa y la unión eterna con Cristo del
capítulo 8, el apóstol pasa a considerar un orden muy distinto de asuntos. Sabe
muy bien que muchos de sus lectores son judíos piadosos y devotos que han
aceptado a Cristo como Salvador y Mesías, pero que pasan por un período de gran
perplejidad y preocupación porque constatan que su propia nación se endurece
contra el evangelio y que los pecadores gentiles se vuelven al Señor. Están al
tanto de que los profetas han predicho que Dios realizará una gran obra entre
los gentiles, pero estuvieron acostumbrados a pensar que ese acontecimiento
seguiría a la completa restauración y bendición de Israel y que sería una
consecuencia de ella. Israel florecería y llenaría la faz de la tierra con
frutos. Los gentiles vendrían a su luz y encontrarían felicidad sujetándose a
ella.
Pero ahora, al parecer, todas
las profecías sobre las cuales basaron sus esperanzas no se han cumplido y el
problema que se les presenta es ¿cómo puede Pablo reconciliar la proclamación
de la gracia libre a los gentiles de todo el mundo, aparte de la sumisión a los
derechos relacionados con el antiguo pacto? El apóstol encara magistralmente el
problema en los tres capítulos que ocuparán nuestra atención, y demuestra que
la justicia de Dios armoniza con sus métodos dispensacionales. Esta porción de
la epístola puede separarse en tres subdivisiones. El capítulo 9 muestra el método
que Dios empleó en el pasado con Israel cuando El le eligió por la
gracia; el 10, la forma cómo trata a Israel en el presente en lo que
respecta al gobierno disciplinario, y el 11 cómo tratará Dios en el futuro a
Israel de acuerdo a las profecías.
¿Quién puede abrir la Biblia
en el capítulo 9 de esta epístola sin sentirse conmovido por las palabras
sinceras que emplea el apóstol al referirse a sus hermanos según la carne?
Insiste en que los ama intensamente y que su corazón está siempre preocupado por
ellos. Nadie pudo amarlos más que él. Es posible que creyeran que la misión que
se le había encomendado de dar el evangelio a los gentiles lo hubiera separado
de ellos, pero es evidente, por lo que afirma en esta porción de la carta y la
parte final del libro de los Hechos de los Apóstoles que siempre hubo en su
corazón un gran amor hacia su propio pueblo con el propósito de darles su
propio testimonio, aunque recalcó su misión como apóstol de los gentiles. Su
ministerio se dirigió siempre primero a los judíos y después a los griegos.
En cuanto al versículo 3
existe disparidad de opinión entre gente piadosa y erudita. ¿Quiso decir el
apóstol que hay momentos en que él quisiera, si eso fuera posible, salvar a sus
hermanos y ser condenado por Cristo y que estaría dispuesto a hacerlo? ¿O
quiere decir simplemente que comprende perfectamente bien el modo de sentir de
los judíos piadosos que detestan a Cristo como resultado de un celo equivocado,
puesto que hubo un tiempo en que Pablo mismo prefirió ser condenado por Cristo
con tal de permanecer junto a sus hermanos en la carne? Si aceptamos este
segundo punto de vista, entonces tenemos en el pasaje la expresión de los
sentimientos intensos que el apóstol alberga hacia los judíos inconversos. Si
se acepta la primera posición, como lo hace quien estas líneas escribe, quiere
decir que colocamos a Pablo en la misma plataforma que a Moisés cuando exclama:
"Bórrame de tu libro, si es posible, con tal que esta gente viva".
Sea cual fuere el criterio que aceptemos, lo cierto es que el pasaje traduce el
gran interés que siente por su pueblo.
En los versículos 4 y 5
enumera las grandes bendiciones que pertenecen a Israel. Dice que les
corresponde "la adopción —literalmente, el lugar que ocupa el hijo—, la
gloria, el pacto, la promulgación de la ley, el culto y las promesas, de
quienes son los patriarcas, y de los cuales, según la carne, vino Cristo, el
cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. Amén".
Consideremos estas bendiciones
en su orden: Primero: El lugar que ocupa el hijo. Dios había considerado
a la nación de Israel como a su hijo.
Debe recordarse que no se
trata de la adopción individual del Nuevo Testamento, tal como la tenemos en la
epístola a los Efesios y como ya la hemos considerado en el capítulo 8 de
nuestra carta. Se trata de una adopción nacional, no individual. Dios
pudo decir de Israel: "De Egipto llamé a mi hijo" y: "A ti
solamente he conocido de entre todas las naciones de la tierra". Eran
suyos, y así los consideró Dios.
Segundo: La gloria. La gloria es la
manifestación de la excelencia. A través de ellos Dios manifestaría la
excelencia de su gran Nombre. Eran sus testigos.
Tercero: Los pactos. Debe tomarse
buena nota que todos los pactos pertenecen a Israel: el pacto abrahámico, el
pacto mosaico, el pacto davídico y el nuevo pacto. Todos pertenecen a
Israel. Los gentiles entramos en las bendiciones del nuevo pacto porque
es un pacto de pura gracia. Pero cuando Dios dice por medio del profeta:
"Yo haré un nuevo pacto contigo", tiene en vista a Israel y a
Judá. Cuando el Señor instituyó la cena memorial dijo: "Esta copa es el
nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama para la remisión de
pecados". La sangre del pacto ya ha sido derramada, pero el nuevo pacto no
ha sido hecho todavía, aunque lo será algún día con la gente de la tierra.
Mientras tanto, los gentiles redimidos están bajo las bendiciones espirituales
de este pacto —y efectivamente, de todos los demás pactos—, en una forma tal
que supera a todo cuanto pudieron anticipar los profetas del Antiguo
Testamento.
Cuarto: La promulgación de la ley. Ya
vimos que la ley fue dada a Israel. Se dirige a Israel. Jamás fue dada a los
gentiles como tales, aunque todos los hombres son responsables tan pronto como
conocen sus mandamientos.
Quinto: El culto. Dios ordenó un culto
ritualista de significado maravilloso y de gran hermosura para ser usado en el
tabernáculo y en el antiguo templo, pero para la Iglesia de Dios no existen ni
sombras de prácticas ritualistas. Al contrario, en Colosenses 2 se nos previene
contra ellos en términos que no dejan lugar a dudas.
Sexto: Las promesas. Naturalmente, se
refiere a las muchas promesas de bendiciones temporales bajo el reinado
mesiánico y en la era del reino.
Séptimo: Los patriarcas, Abraham,
Isaac, Jacob y los demás, pertenecieron al pueblo terrenal. El pueblo celestial
carece de genealogías para consultar, está separado totalmente del linaje
humano. La Iglesia fue escogida en Cristo desde antes de la fundación del
mundo. Pero a Israel la contemplamos como descendiente de los patriarcas,
aunque, como el capítulo muestra más adelante, no todos los considerados como
de Israel, son de Israel según la carne.
Cristo vino de este pueblo,
nacido de una virgen, hombre real con un cuerpo real de carne y huesos con alma
y espíritu racional. Con todo, en cuanto al misterio de su persona, "es
Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos de los siglos."
Al judío fiel que estaba
anclado en las promesas del Dios de Israel, le habrá parecido que habían
fracasado en buena parte, porque si no fuera así, ¿por qué habría Israel de ser
puesto a un lado nacionalmente para que los gentiles la reemplazaran en la recepción
de las bendiciones? El apóstol sigue ahora a demostrar que Dios siempre procede
sobre el principio de la gracia soberana. Que todos los privilegios especiales
que Israel ha disfrutado, hay que atribuirlos al mismo principio. Dios los sacó
de en medio de las naciones para constituirlos en pueblo elegido, separándolos
para Sí mismo. Pero tuvo siempre en mente a un pueblo regenerado como el
pueblo de la promesa. No todos los que nacían de la sangre de Israel eran de
Israel, tal como Dios los reconocía. Como tampoco los que eran de la semilla
natural deAbraham eran necesariamente hijos de la promesa. En la gracia de
elección Dios le dijo a Abraham: "En Isaac te será llamada
descendencia", lo que quiere decir que escogió pasar por encima de Ismael,
el hijo nacido según la carne, y tomar a Isaac, cuyo nacimiento fue milagroso.
Con esta actitud Dios ilustra el principio de que "no los que son hijos
según la carne son los hijos de Dios, sino que los que son hijos según la
promesa son contados como descendientes". Qué mazazo terrible da esta
afirmación a las pretensiones de quienes vociferan a todo pulmón en nuestro día
lo que ellos llaman la paternidad universal de Dios y la hermandad del
hombre. Bien claramente se nos dice que los hijos de la carne no son hijos
de Dios. Y esta afirmación enfatiza la misma verdad que Jesús dijera a
Nicodemo: "El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de
Dios".
Isaac es el hijo de la
promesa. Dios había dicho: "Al tiempo señalado volveré a ti, y Sara tendrá
un hijo". Humanamente hablando, hubiera sido imposible que la promesa se
cumpliera, pero Dios hizo uso del poder de la resurrección con el que avivó los
cuerpos envejecidos de los padres de Isaac, y la palabra se cumplió.
Más tarde vemos que opera el
mismo principio de la gracia de elección en el caso de los hijos de Isaac y
Rebeca, porque se nos dice: "Cuando Rebeca concibió de uno, de Isaac
nuestro padre (pues no habían aún nacido, ni habían hecho aún ni bien ni mal,
para que el propósito de Dios conforme a la elección permaneciese, no por las
obras sino por el que llama), se le dijo: El mayor servirá al menor. Como está
escrito: A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí" (versículos 10 al
13).
iCuánta controversia estéril
ha girado alrededor de este pasaje! Porque contemplándolo desde el punto de
vista del tratamiento dispensacional de Dios, es claro y sencillo. Aquí no se
trata de la predestinación de unos al cielo y de otros al infierno. En
realidad, en este capítulo no aparecen asuntos de índole eterna, aunque, por
supuesto, siguen naturalmente los resultados del uso o abuso de los privilegios
que Dios dispensa. Pero aquí no se nos dice, ni en ninguna otra parte de las
Escrituras, que antes que las criaturas nazcan Dios tiene el propósito de
enviar a unos al cielo y a otros al infierno, salvando a unos por gracia a
pesar de todas sus malas obras y condenando a otros a la perdición a pesar de
todas las ansias por algo noble y superior que haya podido haber tenido. El
pasaje se refiere pura y exclusivamente a privilegios dispensados aquí sobre la
tierra. El propósito de Dios era de que Jacob fuese el padre de la nación de
Israel y de que por medio de él viniera al mundo el Señor Jesucristo, la
Semilla prometida. También había predeterminado que Esaú fuese un nómade del
desierto, el padre de los edomitas, que siempre han tenido esta característica.
Esto es lo que supone el decreto prenatal: "El mayor servirá al menor".
Y obsérvese que las palabras: "A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí", no
fueron dichas por Dios antes que naciesen las criaturas, cuando no habían hecho
ni bien ni mal, sino que están tomadas del último libro del Antiguo Testamento,
Malaquías 1: 2, 3: "Yo os he amado, dice Jehová; y dijisteis: ¿En qué nos
amaste? ¿No era Esaú hermano de Jacob? dice Jehová. Y amé a Jacob, y a Esaú
aborrecí, y convertí sus montes en desolación, y abandoné su heredad para los
chacales del desierto".
Veamos qué está en juego. Dios
está rogando a los hijos de Jacob que le sirvan y obedezcan en base a que es
indudable que El tiene derecho a ser obedecido: en primer lugar, porque es el
Creador de todas las cosas, y en segundo lugar por los privilegios y
bendiciones terrenales que les ha proporcionado. Hablando, pues,
comparativamente, Dios amó a Jacob y aborreció a Esaú, vale decir, que dio a
Jacob una hermosa tierra, bien regada, productiva y agradable. Además, le dio
una ley santa, guías que encaminaran al pueblo, profetas que lo instruyeran y
un sistema ritualista completo y expresivo que encauzara el corazón de la gente
en cultos de adoración y alabanza. Todo esto le fue negado a Esaú. El y los
suyos fueron los hijos del desierto. Jamás leemos que tuvieran profetas, aunque
no estuvieron desprovistos de ciertos conocimientos acerca de Dios. Esaú
recibió instrucción de labios de sus padres, pero vendió la primogenitura por
un plato de lentejas. Sus descendientes se han caracterizado siempre por el
mismo espíritu de independencia carente de ley. Desde el punto de vista
dispensacional, Jacob fue amado y Esaú aborrecido, pero como individuos no hubo
con ellos ninguna diferencia. "De tal manera amó Dios al mundo" —dice
la Escritura. Por consiguiente cada hijo de Jacob y cada hijo de Esaú puede
salvarse, si quiere. Nadie disputa el hecho que Jacob y sus descendientes
disfrutaron privilegios terrenales y espirituales también, que Esaú y sus hijos
jamás conocieron. ¿Es Dios injusto al hacer distingos entre las naciones? ¿Es
injusto en la actualidad, por ejemplo, porque otorga privilegios a la gente del
norte de Europa y de América que los habitantes de África Central y de algunas
partes del interior de la América del Sur nunca han conocido? De ninguna
manera. El es soberano. El distribuye sobre la tierra las naciones de gentes
según le parece bien, y aunque escoge a alguna nación y pasa por alto a otras,
eso no afecta en lo más mínimo que cualquier persona de cualquier nación pueda
volverse a Dios arrepentida, y si cualquier persona bajo el sol en cualquier
circunstancia mira a Dios, no importa cuál sea su ignorancia, confiesa su
pecado y clama por misericordia, para ella están escritas las palabras:
"Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo".
El apóstol Pablo cita las
palabras que Dios dijo a Moisés: "Tendré misericordia del que yo tenga
misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca".
Obsérvese que aquí no aparece
el aspecto negativo. Dios no dice: "Condenaré a quien yo condene, o voy a
reprobar a la destrucción eterna a quien repruebe". No existe tal
propósito en la mente de Dios, quien "no desea la muerte del pecador, sino
que todos se vuelvan a él y vivan". ¿Cuándo dijo Dios a Moisés tales
palabras? Busquémoslas en Éxodo 33: 19. Leamos todo el pasaje para descubrir en
qué ocasión las pronunció Dios. Israel había perdido todo derecho a reclamar
las bendiciones basadas en la ley, había forjado un becerro de oro e inclinado
ante él mientras Moisés se encontraba en el monte recibiendo las tablas del
pacto. Así violaron el primero de los dos mandamientos antes de llegar al
campamento, luego de declarar unos días antes: "Haremos todas las cosas
que Jehová ha dicho y obedeceremos". Por causa de esto Dios estuvo
a punto de raerlos de sobre la faz de la tierra, pero Moisés el mediador abogó
por ellos delante de la presencia de Dios. Hasta se ofreció a morir por ellos,
como ya vimos, si con ello conseguía desviar el gran enojo del Señor. Pero
observemos ahora las maravillas de la gracia soberana: Dios se refugia en su
propio derecho inherente para suspender el juicio, si es que así le place a El.
Por eso exclama: "Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me
compadeceré del que yo me compadezca". El hecho es que perdonó al pueblo,
haciendo así que éste fuese un testimonio elocuente de su gracia. Si no fuera
por esta gracia soberana, nadie se salvaría, porque todos los hombres hemos
perdido todo derecho a la vida por causa del pecado. Israel debió todas sus
bendiciones, como nación, a la misericordia y compasión de Dios, cuando en
justicia debieron haber sido cortados de la tierra de los vivientes. Si plugo
después a Dios entrar en trato con los gentiles y mostrar a ellos misericordia,
¿de qué tiene que quejarse Israel?
Por eso dice el apóstol:
"Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que
tiene misericordia". El no pone al lado la voluntad del hombre, no declara
que el hombre no tiene responsabilidad al correr por la senda de la justicia, pero
sí declara que, aparte de la soberana misericordia de Dios, ningún hombre
querría ser salvo o querría andar en el camino de los mandamientos de Dios.
En seguida el apóstol se refiere
a Faraón, porque es evidente que nadie puede aceptar lógicamente la verdad que
acaba de demostrar, sin reconocer el hecho de que a veces Dios entrega a
ciertas personas a la destrucción para que perezcan en sus pecados. Faraón era
un gentil y opresor de Israel. Dios le envió sus mensajeros demandando su
sumisión. En su orgullo y fatuidad, en su insolencia y perversidad exclamó:
"¿Quién es Jehová para que yo oiga su voz?" Hasta se atreve a
desafiar al Altísimo, y Dios condesciende en aceptar el reto. Por eso dice
Dios: "Para esto mismo te he levantado, para mostrar en ti mi poder, y
para que mi nombre sea anunciado por toda la tierra". Dios no habla aquí
con una criatura indefensa. Las palabras no se refieren al nacimiento de
Faraón. Se refieren exclusivamente a la posición sobresaliente que Dios le
confirió para que fuera una lección a todas las generaciones posteriores de la
necedad de quien pretende luchar contra Dios. Los griegos solían decir:
"Los dioses primero enloquecen a quienes quieren destruir".
Es un principio que hasta los paganos pueden discernir con facilidad.
Constatamos que opera aún el mismo principio, porque un Alejandro, un César y
un Napoleón son permitidos llegar a la cumbre de casi todas las ambiciones
humanas para ser despeñados ignominiosamente en los abismos de la execración.
De modo que Dios demuestra que
tiene misericordia con quien quiere tener misericordia y endurece a
quien quiere. El es el gobernador moral del universo y hace las cosas de
acuerdo al consejo de su propia voluntad. "No hay quien estorbe su mano, y
le diga: ¿Qué haces?" Si los hombres se atreven a ir de cabeza contra los
caminos del Altísimo, tienen que experimentar las consecuencias de su justa
ira.
Desde el versículo 19 hasta el
fin del capítulo el apóstol acomete la objeción del fatalista que dice:
"Concediendo todo cuanto usted afirma, quiere decir que los decretos de
Dios son irresistibles y que yo soy un autómata que se mueve de acuerdo a la
voluntad de Dios, carente de toda responsabilidad. ¿Por qué, entonces, me
inculpa? ¿Sobre qué base puede juzgar a una criatura que no puede hacer ni
andar sino como Dios se lo ordena? Resistir a tal voluntad es imposible.
¿Dónde, pues, queda la responsabilidad moral?”
Desde hace muchísimo tiempo se
han presentado objeciones iguales o semejantes a la Soberanía Divina. Pero,
como ya vimos que el apóstol tiene en vista el problema de los privilegios en
la tierra solamente, tales objeciones caen por su propio peso. Es posible que
el judío privilegiado no aprecie para nada las bendiciones que se derraman
sobre él de un modo tan pródigo y, por consiguiente caiga bajo la condenación
divina, mientras que el bárbaro ignorante, huérfano de todas las bendiciones de
la civilización y de la luz, puede tener, a pesar de todo, una conciencia
ejercitada que le conduzca a la presencia de Dios. De cualquier manera que sea,
es el colmo de la impiedad que el pulgarcito de hombre pretenda sentar juicios
sobre lo que Dios tiene que hacer. Es como si el vaso hecho en la rueda del
alfarero le preguntara indignado a éste: "¿Por qué me has hecho así?"
Porque está fuera de toda duda que quien tiene la inteligencia de fabricar
vasos con arcilla, tiene el derecho de hacerlos de la forma y el tamaño que a
él le parezca más conveniente. De la misma masa de barro puede hacer un vaso
para honra, que esté colocado en un escaparate para ser admirado por las
multitudes, y otro para menesteres más humildes como la cacerola que se emplea
en la cocina y carece de la belleza y el abacado del vaso. Si Dios el Hacedor,
quien puede manifestar tanto la ira como el poder, soporta con gran paciencia
vasos que provocan su indignación puesto que están provistos de voluntad, de
modo tal que se hacen pasibles de destrucción, característica que no poseen los
vasos salidos de la mano del alfarero, ¿podrá alguien culpar a Dios si
manifiesta las riquezas de su gloria cuando trata con misericordia a otros
vasos que El tiene en vista desde la eternidad para la gloria de su Hijo? Y
tales vasos de misericordia son los llamados por Dios, ya sean judíos por
nacimiento o gentiles. Pasaje tras pasaje del Antiguo Testamento se puede traer
en requisitoria para demostrar que esta actitud de Dios no es nueva en su trato
con los hombres, y que los profetas previeron que Israel sería puesto a un lado
y los gentiles serían tomados en cuenta, tal como ha sucedido. Óseas testifica
que Dios ha dicho: "Llamaré pueblo mío al que no era mi pueblo, y a la no
amada, amada. Y en el lugar donde se les dijo: Vosotros no sois pueblo mío,
allí serán llamados hijos del Dios viviente". Israel perdió todo derecho a
ser llamado pueblo de Dios. Durante la dispensación actual, en que la gracia es
derramada a los gentiles, Israel ha sido puesto a un lado como nación, aunque
más tarde le será vuelta a manifestar la misma gracia que ahora disfrutan las
otras naciones, y volverán los israelitas a ser llamados otra vez los hijos del
Dios viviente. Isaías profetizó que, aunque el número de los hijos de Israel
sería como la arena de la mar, sin embargo de esta enorme multitud un residuo
solamente se salvaría, y eso en el día de la indignación del Señor en que El
ejecute su juicio sobre la tierra. El mismo profeta vio que el pecado del
pueblo es el pecado de las ciudades del llano y exclamó: "Si el Señor de
los ejércitos no nos hubiera dejado descendencia, como Sodoma habríamos venido
a ser, y a Gomorra seríamos semejantes".
¿A qué conclusión arribamos,
entonces? A que los gentiles, que no tenían justicia, han alcanzado la justicia
que es por la fe por medio de la gracia. Los gentiles no buscaron la justicia,
pero Dios en su justicia los buscó y les hizo conocer el evangelio para que
también puedan ser salvos. Israel, por la otra parte, a quien le fue dada la
ley de rectitud y justicia, fue aun más culpable que los gentiles porque se
rehusaron obedecerla y perdieron así la justicia que la ley quiso inculcarles.
¿Y por qué la perdieron?
Porque no entendieron que se puede obtener por la fe solamente y que ninguna
persona puede guardar esa ley santa y perfecta por su propio poder y capacidad.
Cuando Dios envió al mundo a su Hijo, quien es la incorporación de toda
perfección y en quien la ley se cumplió perfectamente, los judíos no lo
reconocieron y tropezaron contra la piedra de escándalo de un Cristo humilde
cuando esperaban a un rey triunfante. Como les faltó fe, no se dieron cuenta de
su necesidad de alguien que pudiera cumplir la justicia en lugar de ellos, y al
condenarlo, cumplieron lo que estaba escrito en la ley. Con todo, cada vez que
el individuo lo recibe a El personalmente, obtiene la salvación, aunque la
nación haya tropezado y caído. Todo esto de acuerdo a lo que se halla escrito:
"He aquí pongo en Sion piedra de tropiezo y roca de caída; y el que
creyere en él, no será avergonzado". Cuando el Salvador vino la primera vez
trayendo gracia, ellos lo rechazaron, pero "la piedra que los edificadores
desecharon, ha venido a ser la cabeza del ángulo". Cuando vuelva será como
la piedra que cae como juicio sobre los gentiles, pero Israel, entonces
arrepentido y regenerado, constará que El es la piedra angular.
Cómo trata Dios a Israel en la
actualidad
Capítulo 10
Después que el apóstol vindica
en forma magistral el hecho de que el justo Dios pone a un lado a Israel como
nación a causa de la incredulidad y admite a los gentiles en esta era o
dispensación de la gracia, pasa a demostrar que la desviación de la nación como
tal no comprende en modo alguno el rechazo individual del israelita. La nación
ya no es considerada como en una relación de pacto con Dios, ni lo será hasta
el comienzo del milenio cuando estará bajo el nuevo pacto "y una nación
nacerá en un día" pero la misma promesa se aplica a cualquier
persona de la casa de Israel o a cualquier gentil individualmente.
Los tres primeros versículos
del capítulo expresan los anhelos y oraciones del apóstol por sus colaciónales.
Ansía y ora para que sean salvos, porque aunque son de la semilla de Abraham
según la carne, son "ovejas perdidas" y necesitan ser buscadas y
halladas por el Buen Pastor de un modo tan cierto como "las otras ovejas"
de los gentiles. Pero lo lamentable es que los israelitas, aunque perdidos, no
se dan cuenta de su condición verdadera. Llenos de un celo equivocado por Dios
y siguiendo una adhesión externa al judaísmo como un sistema establecido
divinamente, buscan con sinceridad servir al Dios de sus padres, pero no buscan
conforme a ciencia porque rechazan la revelación completa que El dio de sí
mismo y de sus propósitos y voluntad por medio de Cristo Jesús. "Porque
ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se
han sujetado a la justicia de Dios".
Aquí se usa el término
"la justicia de Dios" de un modo un tanto diferente al que se ha
empleado hasta el presente. Hasta ahora hemos visto que la justicia de Dios se
emplea en dos formas: es la conducta consecuencia que Dios guarda consigo mismo,
como alguien la ha definido, y por consiguiente se constituye en la gran ancla
del alma, porque Dios revela en el evangelio cómo El puede ser justo y el
justificador de quienes colocan su confianza en Cristo. El problema del pecado
está resuelto en forma justa, tal como lo exige la naturaleza de Dios, y tenía
que serlo antes que El pudiera tratar con pecadores desde el punto de vista de
la gracia. El segundo aspecto es el de la imputación. Dios imputa como justos a
todos cuantos creen en su nombre. Por consiguiente, Cristo, y Cristo mismo, es
la justicia del creyente. Es así cómo nosotros somos hechos, o constituidos, la
justicia de Dios en Cristo de acuerdo con lo que está escrito por el profeta
Jeremías: "Y éste será su nombre con el cual le llamarán: Jehová, justicia
nuestra" (Jehová Tsidkenu).
Pero es indudable que en estos
tres versículos en que el apóstol dice: "Porque ignorando la justicia de
Dios" se refiere al hecho de que ignoran lo justo que Dios realmente es y
que por consiguiente tratan de establecer su propia justicia. Ninguna persona
que se diera cuenta del carácter trascendental de la justicia divina, pensaría
un solo instante en hacer semejante cosa. Cuando el alma se da cuenta cabal de
la imposibilidad completa de hacer obras meritorias para agradar a un Dios de
justicia y rectitud tan infinitas, retrocede horrorizada al entender su propia
incapacidad. Es cuando los hombres llegan a este punto de impotencia total que
están prontos para rendirse y someterse a la justicia de Dios que es revelada
en el evangelio. Cuando yo entiendo que en mí no tengo ninguna clase de
justicia, esto es, capaz de ser ofrecida a un Dios justo, entonces me gozo en
hacer uso de la justicia que Dios mismo proclama en su evangelio y con la cual
me cubre cuando confío en Cristo. "Porque el fin —es decir, el objeto de
la consumación— de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree".
La ley propone una justicia que yo no puedo suplir. Cristo cumplió todos y cada
uno de los requisitos de esa santa ley, El murió bajo su penalidad, El resucitó
de entre los muertos y El es la misma justicia que todos necesitamos.
En los versículos que siguen
el apóstol contrasta la justicia legal o "una justicia
que es por la ley", con "la justicia que es por
la fe", y cita a Moisés quien describe la justicia legal
con palabras solemnes cuando dice: "El hombre que haga estas cosas, vivirá
por ellas" (Lev. 18: 5). Esta es la esencia misma de la ley: "Haz, y
vivirás". Pero jamás ningún ser humano ha hecho aquello que le da
derecho a vivir, "porque cualquiera que guardare toda la ley, pero
ofendiere en un punto, se hace culpable de todos", es decir, es
transgresor de la ley. No ha violado necesariamente todos y cada uno de los
mandamientos. Pero el ladrón es tan transgresor de la ley como el asesino, y
una vez que el ser humano viola la ley una vez, pierde el derecho a la vida.
Hora bien, la justicia que es
por medio de la fe depende del testimonio que Dios da. El apóstol vuelve a
citar a Moisés quien en Deuteronomio 30: 12-14 presiona sobre el pueblo el
hecho de que Dios ha dado un testimonio que el hombre tiene la responsabilidad
de creer. Naturalmente, en aquella ocasión se trató de la revelación dada en el
Sinaí, pero el apóstol hace suyas las palabras de Moisés y, de un modo
maravilloso y bajo la dirección del Espíritu Santo, las aplica a Cristo.
"No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? (esto es, para traer
abajo a Cristo); o, ¿quién descenderá al abismo? (esto es, para hacer subir a
Cristo de entre los muertos)." Cristo ya bajó. También ya murió. Dios le
levantó de entre los muertos. Sobre estos hechos depende el testimonio de todo
el evangelio.
Por eso sigue diciendo:
"Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la
palabra de fe que predicamos". El evangelio ha sido proclamado, lo han
oído, están familiarizados con sus términos y el asunto es: ¿Lo creen y
confiesan al Cristo que proclama como Señor? Porque en los versículos 9 y 10
resume todo el asunto con palabras que Dios ha utilizado a través de los siglos
para dar seguridad a miles de almas preciosas: "Que si confesares con tu
boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los
muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la
boca se confiesa para salvación". El corazón es simplemente otro término
para describir al hombre real. El escritor sagrado no trata de tejer una
distinción sutil entre creer con la cabeza y creer con el corazón, a la usanza
de ciertos predicadores. No nos entretiene con la naturaleza de la
creencia. Se ocupa del objeto de la fe. Creemos el mensaje que Dios nos
da concerniente a Cristo. Si lo creemos, lo creemos con el corazón. De otra
manera no confiamos. El ser humano cree "con el corazón". La
confesión aquí no es necesariamente la misma que cuando el Señor dice: "A
cualquiera que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré
delante de mi Padre que está en los cielos". Esta es, más bien, la
confesión que el alma hace a Dios de que acepta a Jesús como Señor.
Luego cita un pasaje del
Antiguo Testamento del libro del profeta Isaías quien declara que "todo
aquel que en El creyere, no será avergonzado" (28: 16), y demuestra de
esta manera la universalidad de la fe del evangelio actual y que no está en
conflicto con la palabra que Dios reveló a los judíos de antaño. "Todo
aquel" incluye el mundo entero. Ya estableció en el capítulo 3 el hecho de
que no hay diferencia entre el judío y el gentil en lo que respecta al pecado.
Ahora proporciona el otro lado de la doctrina de la "no diferencia" y
declara que "el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los
que le invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será
salvo". Invocar el nombre del Señor es, por supuesto, invocar su nombre
con fe. Quien invoca el nombre del Señor coloca su confianza en El, como está
escrito: "Torre fuerte es el nombre de Jehová; a él correrá el justo, y
será levantado".
El judío estuvo acostumbrado a
pensar de sí mismo como el escogido del Señor y como a quien le fue confiado el
testimonio del único Dios vivo y verdadero. Por eso el objetor pregunta y Pablo
pone en sus labios la interrogante: "¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el
cual no han creído?" y agrega otra: "¿Y cómo creerán en aquel de
quien no han oído?" Y todavía pone una tercera pregunta: "¿y cómo
oirán sin haber quien les predique?" Y la serie de interrogantes no
termina porque agrega todavía: "¿Y cómo predicarán si no fueren enviados?
Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies' de los que anuncian la paz, de
los que anuncian buenas nuevas!" El judío creía en Dios, había oído de El;
los mensajeros le proclamaron el mensaje y esos predicadores fueron enviados
por Dios. Pero ¿quién autorizó a quién a traspasar los límites judíos y llevar
a los gentiles el evangelio de paz?
Pablo, al contestar al
objetor, le recuerda que Israel no ha respondido a todos esos privilegios como
se esperaba; no todos han obedecido al evangelio. Y esto también lo previeron
los profetas del Antiguo Testamento. Isaías pregunta entristecido: "Señor,
¿quién ha creído a nuestro anuncio?", indicando que muchos de los que lo
escucharon, rechazarían el mensaje. Pero el objetor vuelve a decir: "Tú
admites, Pablo, que la fe viene por el oír, y el oír por la palabra de
Dios". "Por supuesto —replica el apóstol—, ¿pero acaso no han oído?
¿Existe alguna gente en la tierra tan entenebrecida e ignorante que la palabra
de Dios no le haya llegado, colocando de esta manera sobre ellos la
responsabilidad?" El Salmo 19 da testimonio al hecho de que la voz de Dios
puede ser oída en la creación: el sol, la luna, las estrellas, todas las
maravillas del universo estupendo, testifican de la realidad de un Creador
personal. Y el salmista agrega que "por toda la tierra ha salido la voz de
ellos, y hasta los fines de la tierra sus palabras".
No es cosa nueva, pues, que
Dios hable a los gentiles. Lo que hay de nuevo es que El habla ahora en forma
más completa, más clara, de lo que lo hizo en el pasado. Proclama en términos
intergiversibles ahora la oferta de salvación a todos cuantos confían en su
palabra. ¿Y no sabía Israel que Dios tomaría las naciones de la tierra?
Debieron haberlo sabido porque Moisés les dijo: "Yo os provocaré a celos
con un pueblo que no es pueblo; con pueblo insensato os provocaré a ira".
E Isaías declara con palabras terminantes: "Fui hallado de los que no me
buscaban; me manifesté a los que no preguntaban por mí". Tales palabras
pueden aplicarse al mundo gentil únicamente. Y en cuanto a Israel con todos sus
privilegios dice Dios acerca de ellos: "Todo el día extendí mis manos a un
pueblo rebelde y contradictor." El tema continúa en los primeros
versículos del capítulo 11 donde el apóstol demuestra cómo realiza Dios su
elección aun con Israel en esta dispensación actual. Ahora me limito a insistir
en la esencia de la porción presente que evidentemente es lo siguiente: que
durante la dispensación actual en que la gracia es derramada sobre todas las
naciones más allá de los límites de la raza judía, esto no significa el rechazo
total de los israelitas, pero sí pone fin a un privilegio especial. Pueden
salvarse, pero bajo las mismas condiciones que el gentil. La pared divisoria de
separación ha sido abatida y la gracia se ofrece por medio de Jesucristo a
todos cuantos reconocen sus pecados y confiesan su nombre.
Cómo tratará Dios a Israel en
el futuro
Capítulo 11
El capítulo 11 ilumina dé un
modo admirable el plan dispensacional de Dios. Ya vimos cómo su tratamiento con
Israel en el pasado prueba su justicia en lo que se refiere al modo cómo trata
a los gentiles en la actualidad, a pesar del pacto concertado antiguamente con
su pueblo. En el capítulo 10 vimos que la nación como tal está puesta a un
lado, pero esto de ninguna manera impide que el israelita individualmente se
vuelva a Dios y encuentre en El la misma salvación que proclama en su gracia
soberana a los gentiles por medio de sus mensajeros. Los versículos 1 al 6 del
capítulo 11 continúan y terminan el asunto que han traído del capítulo anterior
y formulan la pregunta: "¿Ha desechado Dios a su pueblo? En ninguna
manera." Las experiencias por las cuales Pablo pasó se lo demostraron,
porque él, siendo israelita, de la semilla natural de Abraham y de la tribu de
Benjamín, con todo fue tomado por el Espíritu de Dios y traído al conocimiento
salvador del Señor Jesucristo. Y lo que era cierto en su caso, podía serlo en
el de cualquier otro judío. Lo que había tenido lugar era sencillamente el
cumplimiento de las palabras que habló el profeta Elías, aunque en una forma
más amplia que cuando las dijo en días de Acab. En aquel entonces la nación
había rechazado cada uno de los testimonios que se le habían enviado. Como
pueblo, habían muerto a los profetas y mancillado el altar de Jehová. Pero,
como en los días de Elías Dios había reservado para sí a siete mil personas que
no doblaron la rodilla a la imagen de Baal, "así también aún en este
tiempo ha quedado un remanente escogido por gracia". Dios rechaza a la
nación pero la gracia se derrama sobre el individuo.
Después de todo, lo que Israel
debe comprender es que si se salva, es exactamente por el mismo método
establecido para los gentiles: esto es, por gracia. La gracia es, como ya vimos,
favor inmerecido. Podemos decirlo todavía en términos más fuertes: es favor que
se dispensa cuando no hay mérito alguno que alegar. Esta posición excluye toda
suerte de pretendidas buenas obras. Tan pronto se considera cualquier clase de
méritos, la gracia desaparece. Además, si la salvación fuera por buenas obras,
no dejaría lugar a la gracia, porque le quitaría a las obras el carácter
meritorio. Los principios de salvación por gracia y salvación por obras son
diametralmente opuestos y por consiguiente son irreconciliables. No es posible
hacer mezcolanza de la ley con la gracia: son principios que se destruyen
mutuamente.
Con el versículo 7 el apóstol
acomete el tema del propósito secreto de Dios en relación con el futuro de
Israel. La nación no alcanzó lo que persiguió pero los elegidos, es decir, los
que se resuelven a ser salvos por gracia, lo obtienen, y en cuanto al resto,
están cegados judicialmente. Por otra parte, cita el Antiguo Testamento
nuevamente para demostrar que lo que acaba de afirmar concuerda en un todo con
la palabra profética, porque Isaías escribió: "Dios les dio espíritu de
estupor, ojos con que no vean y oídos con que no oigan", y el mismo Dios
se encarga de exhibirlo hasta el día de hoy. David escribió también: "Sea
vuelto su convite en trampa y en red, en tropezadero y en retribución; sean
oscurecidos sus ojos para que no vean, y agóbiales la espalda para
siempre". Estas imprecaciones terribles se cumplieron cuando los
representantes de la nación rechazaron deliberadamente a Cristo e hicieron
descender el juicio sobre la cabeza de sus descendientes al exclamar en la sala
de audiencias de Pilato: "Su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros
hijos". Al rechazar al Mesías, rechazaron a Dios.
Son muchos los creyentes que
dan por sentado que Dios ha terminado con los judíos para siempre como nación.
El apóstol demuestra que tal posición es totalmente equivocada. De ahí que
pregunta: "¿Han tropezado para que cayesen?", o sea, ¿han
caído de tal modo que no tengan posibilidades ni esperanzas de recuperación? Y
la respuesta no se hace esperar, clara y terminante: "En ninguna
manera." Dios desestima su defección actual para hacer conocer a los
gentiles las riquezas de su gracia, y esta posición a su vez provocará a celos
a Israel finalmente para que vuelvan al Dios de sus padres y al Cristo a quien
han rechazado. Esta recuperación aparejará bendiciones incontables a esa parte
del mundo que aún no posee el conocimiento salvador del evangelio. Por eso
exclama con entusiasmo santo: "Si su transgresión es la riqueza
del mundo, y su defección la riqueza de los gentiles, ¿cuánto más su plena
restauración?"
Conviene observar el uso que
se hace, aquí de la palabra "plena restauración" (o,
"plenitud"), porque la vamos a encontrar nuevamente en la parte final
de este mismo capítulo. La plena restauración de Israel será su conversión; la
realización del plan que Dios les tiene deparado.
Pablo fue el apóstol a los
gentiles y como tal magnificó su misión, pero en ningún momento quiso que los
gentiles creyeran que hubiera perdido el interés por Israel. Al contrario,
quiso ver a sus compatriotas estimulados para que también fuesen salvos al ver
la gracia que Dios manifestaba a los gentiles. Por otra parte, no quiso que el
gentil se gloriara sobre el judío por el hecho de que éste había sido puesto a
un lado mientras el primero gozaba las bendiciones que podrían haber sido suyas
si las hubiera aceptado oportunamente. Inmediatamente el escritor ofrece una
parábola que resalta vívidamente el plan divino, porque dice: "Si su
exclusión es la reconciliación del mundo, ¿qué será su admisión, sino vida de
entre los muertos?" Es decir: si en el intervalo en que ellos vagan entre
las naciones como pueblo decepcionado y cansado bajo la excomunión del Dios de
sus padres, el mensaje de gracia es dado a los gentiles y una elección de entre
ellos lo recibe, ¿qué significará para el mundo cuando la totalidad de Israel
se volverá al Señor como nacionalidad para ser en realidad un pueblo
santo, su testigo ante todas las naciones?
"Si las primicias son
santas, también lo es la masa restante; y si la raíz es santa, también lo son
las ramas". Si el residuo regenerado de Israel es en realidad un pueblo
apartado para el Señor, así lo será finalmente la nación a la cual pertenece; y
si la raíz del olivo del pacto es santo (esto es, Abraham, quien creyó a Dios y
le fue imputado por justicia), así lo son todos los que por medio de la fe se
hallan realmente unidos a él. Las ramas quebradas del olivo eran naturales, o
sean israelitas que lo eran por nacimiento y no por gracia, y para que no
fallase la promesa divina que dice: "En ti serán benditas todas las
naciones", fueron injertadas las ramas del olivo silvestre —el acebuche,
los gentiles—, entre el residuo de Israel para que el judío y el gentil,
creyendo juntos, participen de la raíz y de la grosura del olivo. Pero el
peligro grave que acecha es que el gentil descanse confiado en privilegios
meramente externos y al tiempo que se halla unido con los hijos de la promesa,
no aprecie el evangelio de Dios y se muestre indigno de él. Si llegara el caso,
Dios tendría que tratar al gentil como trató al judío. Por eso aparece la
solemne prevención: "No te jactes contra las ramas; y si te jactas, sabe
que no sustentas tú a la raíz, sino la raíz a ti". Algunos podrían decir:
"Muy bien. Pero las ramas naturales fueron quitadas para que yo, un
gentil, pudiera ser injertado", pero la respuesta es clara y concreta:
"Por su incredulidad fueron desgajadas, pero tú por la fe estás en pie",
y termina con la admonición: "No te ensoberbezcas, sino teme. Porque si
Dios no perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco te perdonará".
¿Nos detendremos a preguntar
si los gentiles valoran los privilegios que tienen? ¿No es evidente a la
persona que observa desde el punto de vista espiritual que las condiciones que
prevalecen en la cristiandad de nuestra época son tan malas como las que
aparecieron en Israel? ¿Acaso no vemos que en todas partes prevalece la
apostasía? ¿No se manifiestan por doquier los rasgos característicos de los
últimos tiempos que se describen en 2 Timoteo 3? Si es así, no hemos de andar
prevenidos de que el tiempo está encima en que las ramas infructíferas serán
arrancadas del olivo para que las ramas naturales, que al fin se habrán vuelto
a Dios, sean injertadas en su propio olivo?
En estos métodos
dispensacionales vemos la manifestación de la bondad y la severidad de Dios que
aparecen de un modo tan patente en el capítulo 9: severidad para los que
cayeron, los que se rehusaron a creer el testimonio, pero bondad hacia los
gentiles ignorantes e indignos, aunque esa bondad será mantenida mientras
continúen apreciándola, o de otra manera serán cortados también. ¿Quién puede
dudar que está cercano el día en que será efectuado el corte, en que la Iglesia
se encontrará con el Señor en el aire, se aplicará el juicio merecido a la
cristiandad infiel, y si Israel no permanece aún en la incredulidad, Dios se
volverá a ellos lleno de gracia y misericordia para injertarlos en su propio
olivar de acuerdo con el poder del Dios de la resurrección?
Recuerdo el artículo que leí
hace algunos años escrito por un alto crítico bien conocido en el que
ridiculizaba la idea de que el apóstol Pablo hubiera estado inspirado cuando
trazó las epístolas del Nuevo Testamento, debido a su ignorancia aparente de
una de las leyes fundamentales de la horticultura. "Pablo —decía el
articulista—, demostró ser tan ignorante del arte de efectuar injertos que
habló de injertar ramas silvestres en árboles buenos, sin darse cuenta, evidentemente,
que es costumbre injertar ramas buenas en árboles silvestres". Lo que es
evidente es que el señor Reverendo Crítico no leyó jamás con atención las
palabras apostólicas, tal como las ofrece en el versículo que sigue, porque de
otra manera uno no se explica cómo cayó preso en sus propias redes. Pablo
indica claramente que sabe que su ilustración indica un procedimiento que es
opuesto al que se emplea por lo general, porque dice: "Porque si tú fuiste
cortado del que por naturaleza es olivo silvestre, y contra naturaleza fuiste
injertado en el buen olivo, ¿cuánto más éstos, que son las ramas naturales,
serán injertados en su propio olivo?”
No. El apóstol Pablo no
ignoraba la horticultura, como tampoco lo ignoraba el Espíritu Santo que lo
guió y le inspiró mientras escribía. Muy a menudo está de acuerdo con el plan
divino aquello que no es común para el hombre, como en este caso.
En los versículos 25 al 32
tenemos lo que debe acontecer antes que se produzca el reinjerto y lo que
sucederá después. "Porque no quiero, hermanos, que ignoréis este misterio,
para que no seáis arrogantes en cuanto a vosotros mismos: que ha acontecido a
Israel endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los
gentiles; y luego todo Israel será salvo".
Este es, pues, uno de los
secretos escondidos en la mente de Dios hasta que madure el momento de su
revelación: Israel estará enceguecido en parte —pero gracias a Dios, sólo en
parte—, hasta que Dios haya terminado la obra que está efectuando entre los
gentiles. Y aquí hemos encontrado por segunda vez el empleo del vocablo
"plenitud". "La plenitud de los gentiles" es la culminación
de la obra realizada entre las naciones que comenzó a efectuarse desde el
rechazo de Israel y ha seguido desde entonces. Por otras porciones de las
Sagradas Escrituras sabemos que esta "plenitud" se manifestará cuando
el Señor llame a la Iglesia para estar con El (1 Tesalonicenses 4 y 1 Corintios
15). Cuando esto acontezca, "todo Israel será salvo". No hemos de
entender que la frase "todo Israel" comprende a todos los que son de
la sangre de Israel, porque ya sabemos que "no todos los que descienden de
Israel son israelitas,... sino, que los que son hijos según la promesa son
contados como descendientes". Así acontecerá con el Israel verdadero en ese
día glorioso cuando "vendrá de Sion el Libertador, que apartará de Jacob
la impiedad", porque Dios dijo: "Este será mi pacto con ellos, cuando
yo quite sus pecados".
El apóstol concluye afirmando
que son enemigos del evangelio por ahora, pero que por causa de esa enemistad
la gracia ha sido ofrecida a los gentiles. Con todo y de acuerdo al plan
divino, son todavía los amados del Padre, porque Dios no retracta sus dones y
bendiciones. Las promesas hechas a los patriarcas y a David tienen que ser y
serán cumplidas. Estudiemos cuidadosamente el Salmo 89 en relación con lo que
estamos examinando. Así como los gentiles no creyeron a Dios en el pasado y
ahora obtienen misericordia debido a la incredulidad de los judíos, de igual
manera, cuando los gentiles demuestren que son incrédulos y sean puestos a un
lado, Israel volverá a obtener misericordia cuando vuelva con fe a Dios.
De modo que, ya sean judíos o
gentiles, todos se salvan bajo el mismo principio: "Porque Dios sujetó a
todos en desobediencia, para tener misericordia de todos".
Los últimos cuatro versículos
son una doxología. El corazón del apóstol está inundado de adoración, alabanza
y admiración al contemplar todo el fulgor del plan divino que llena el
horizonte de su alma, e irrumpe: "¡Oh profundidad de las riquezas de la
sabiduría y de la ciencia de Dios! Cuán insondables son sus juicios, e
inescrutables sus caminos!”
Si no fuera por la revelación
nadie podría conocer la mente divina, como tampoco ningún ser creado puede ser
su consejero. Nadie jamás ha obtenido gracia por haberle ofrendado primero a
El, para que pueda ser recompensada con bendiciones. Pero todo es de El, y
por El, y en El, a quien sea la gloria por los siglos de los
siglos. Amén.
División III: Aspectos Prácticos
Capítulos 12 al 16
LA JUSTICIA DE DIOS PRODUCE
UNA JUSTICIA DE ORDEN PRACTICA EN EL CREYENTE
La conducta del cristiano en
relación con los
creyentes y con la gente del mundo
creyentes y con la gente del mundo
Capítulo 12
Llegamos ahora a la porción de
la epístola que considera el aspecto práctico de toda esta verdad preciosa que
el Espíritu de Dios ha desarrollado ante nuestros ojos asombrados. En esta
parte final de la epístola aprendemos cuál es el efecto que la verdad del
evangelio produce en el creyente que la acepta por medio de la fe. Esta tercera
porción de la carta podemos dividirla, en forma general, como sigue:
- Subdivisión I: Capítulos
12:1 al 15: 7: El desarrollo de la perfecta y aceptable buena voluntad de Dios.
- Subdivisión II: Capítulos
15:8 al 33: Divide en dos partes la conclusión a que ha arribado, y
- Subdivisión III: Capítulos
16:1 al 24: Saludos y amonestaciones. Los versículos 25 al 27 constituyen el
apéndice de toda la epístola.
Los dos primeros versículos
del capítulo 12 constituyen la introducción a toda la parte práctica de la
epístola, basada sobre la revelación trazada en los capítulos 1 al 8, porque
podemos considerar que los capítulos 9 al 11 forman un gran paréntesis,
ocasionado por la necesidad de aclarar los caminos de Dios en la mente del
judío piadoso.
Las palabras iniciales encadenan
necesariamente con la parte final del capítulo 8: "Así que, hermanos, os
ruego", de modo que el "así que" se refiere evidentemente al
resumen magnífico de las normas cristianas y las bendiciones eternas concedidas
en el capítulo 8.
Tomemos buena nota de lo que
supone esa trabazón : Que el creyente en Cristo está libre de toda condenación,
que está poseído por el Espíritu Santo, que es eternamente hijo por adopción
puesto que está unido a Cristo, que es elegido por Dios, predestinado a ser
conformado de acuerdo a la imagen de su Hijo, que está fuera del alcance de la
posibilidad de toda condenación desde que Cristo ha muerto y resucitado y está
sentado a la diestra de Dios, que jamás se podrá presentar acusación alguna
contra él que Dios escuche, que nadie puede separarlo del amor de Dios que es
en Cristo Jesús. Por lo tanto, "os ruego por las misericordias de Dios,
que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios,
que es vuestro culto racional", Cristo se entregó a sí mismo por nosotros
como un sacrificio de muerte, y del mismo modo que el primogénito de Egipto fue
redimido por la sangre del cordero, el creyente debe ser dedicado a Cristo. Del
mismo modo que más tarde los levitas eran presentados a Dios para que vivieran
una vida de sacrificio en lugar del primogénito, así cada creyente es llamado a
reconocer los derechos que el Señor tiene sobre él y a presentar o
entregar su cuerpo como sacrificio vivo, apartado y aceptable a Dios, debido al
precio que el Señor pagó por su redención. Será conveniente leer lo que dice
Números 8:11 al 21 y Daniel 3:28. ¿Qué sabemos, en realidad, por experiencia de
todo esto? Nosotros, que en cierta época entregarnos los miembros del cuerpo
como instrumentos del pecado y Satanás, ahora somos llamados a entregarlos
totalmente a Dios como quienes han sido resucitados de entre los muertos. Esta
situación supone un sacrificio continuo, la negación de uno mismo y el
reconocimiento permanente de las exigencias que Dios demanda de nosotros.
El versículo 2 aclara aún más
el asunto: "No os conforméis a este siglo, sino trasformaos por medio de
la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena
voluntad de Dios, agradable y perfecta".
La cruz de Cristo se ha
interpuesto entre el creyente y el mundo. Conformarse a la modalidad de esta
presente era mala es ser infiel a Quien el mundo rechaza pero que lo hemos
reconocido como Señor y Salvador. —Yo daría el mundo entero por tener su
experiencia —le dijo en cierta ocasión una joven a una piadosa dama cristiana.
—Hijita —le contestó—, eso es exactamente lo que me costó a mí. Yo di el mundo
por poseerla—. Esto es lo que dice el corazón leal con alegría, no a
regañadientes.
"Dejo el mundo y sigo a
Cristo,
Porque el mundo pasará;
Mas su amor, amor bendito,
Por los siglos durará."
El alma, accionada por
"el poder expulsivo de un nuevo afecto", puede decir fácilmente con
el apóstol Pablo: "Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro
Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al
mundo".
No hemos de creer que la falta
de conformidad con el mundo se traduce necesariamente por un modo de vivir
desmañado, la peculiaridad en el modo de vestir y la grosería en el trato
diario. La totalidad del sistema mundano se resume en tres modalidades: la
concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la
vida, o sea la ostentación en el modo de vivir. Todo esto significa entonces
que la falta de conformidad con el mundo implica la subordinación del cuerpo y
los apetitos al Espíritu de Dios, la sujeción del entendimiento a la mente de
Cristo y vivir diariamente en humildad de espíritu en un medio ambiente en que
la autosuficiencia y la pomposidad están a la orden del día.
En 2 Corintios 3:18 leemos:
"Todos nosotros, mirando como en un espejo la gloria de la cara
descubierta —o sea, la cara sin velo— del Señor, somos transformados de gloria
en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor" (traducción
literal).
Aquí se nos ordena a
transformarnos por la renovación de la mente, es decir, que en la medida que la
mente. está ocupada con Cristo y puestos los afectos en las cosas que son de
arriba, nos asemejamos a El que ha ganado nuestro corazón para sí mismo y, al
caminar en obediencia, gustamos lo que significa la buena, aceptable y perfecta
voluntad de Dios. En el resto del capítulo tenemos la buena voluntad de Dios
relacionada con nuestra conducta, especialmente para con nuestros prójimos, en
el capítulo 13 la voluntad de Dios para el creyente en relación con los
gobiernos humanos y la sociedad en general y en el capítulo 14 y los siete
primeros versículos del 15 la voluntad de Dios en relación con quienes son
débiles en la fe...
Notamos también que el
creyente se considera como miembro del cuerpo de Cristo, y aunque esto supone
un privilegio maravilloso, con todo, envuelve una responsabilidad muy grave.
Podríamos indicar de paso que las' Epístolas consideran el cuerpo de Cristo de
dos modos muy diferentes. Efesios y Colosenses lo presentan en el aspecto
dispensacional que abarca a todos los creyentes desde Pentecostés hasta que el
Señor retorne a buscar su iglesia. Visto desde este punto de vista, El es la
única Cabeza y todos están unidos a El, ya sea que su condición actual sea el
estar vivo o contado entre los muertos. Pero en 1 Corintios 12 y en Romanos 12
se considera al cuerpo de Cristo como algo que se manifiesta sobre la tierra,
porque el apóstol habla de ojos y oídos, etc., como tienen los cuerpos
presentes. De esta diferencia se ha inferido absurdamente que la iglesia del
libro de Los Hechos de los Apóstoles y de las primeras epístolas de Pablo, no
es la misma que la de las cartas llamadas "de la prisión". Esta
posición significa una pura presunción basada en un dispensacionalismo traído
de los pelos, que destruye todo sentimiento cristiano de responsabilidad y
causa desastres dondequiera es aceptado en su totalidad. En Corintios y Romanos
el Cuerpo de Cristo también se considera que está en la tierra, y puesto que
están quienes hablan y actúan por la Cabeza que está en el cielo, es correcto
emplear la figura que habla de ojos, oídos y otros miembros, porque no se
podría decir de los santos que están en el cielo la frase: "Si un miembro
padece, todos los miembros se duelen con él". Los sufrimientos de los
santos en el cielo han terminado para siempre jamás, pero mientras exista un
santo que sufre en la tierra, todos los demás miembros del Cuerpo de Cristo
participan con su aflicción.
Recuerdo muy bien que cuando
yo era muchacho, admiré alborozado un regimiento de escoceses que marcharon por
las calles de Toronto, Canadá, mi ciudad natal, y recibí una gran emoción
cuando se me dijo que ese regimiento luchó en los campos de Waterloo. Pero más
tarde recibí una gran desilusión cuando se me dijo que ni uno solo de todos
esos soldados estuvo presente en aquella gran batalla. Yo contemplé el
regimiento tal como estaba constituido entonces y la batalla de Waterloo había
tenido lugar muchísimos años antes; pero era el mismo regimiento, aunque
reintegrado constantemente por los nuevos reclutas que substituían los claros
que se iban produciendo. Igual cosa sucede con el Cuerpo deCristo en la tierra.
Los creyentes fallecen y van a estar con Cristo y forman parte del coro
invisible en las alturas, pero otros toman su lugar aquí en la tierra y la
iglesia se perpetúa así de siglo en siglo.
Yo como miembro del Cuerpo de
Cristo, tengo que comprender que no puedo actuar independientemente de otros
miembros, ni debo creerme exaltado por encima de los demás, sino que debo
pensar sobriamente como uno a quien Dios dispensa una medida de fe, a igual que
a los demás cristianos. Porque del mismo modo que en el cuerpo humano hay
muchos miembros, aunque no hay dos que cumplan el mismo oficio, de igual modo
los creyentes, a pesar de ser muchos, no tienen el mismo cometido y juntos
constituyen el Cuerpo de Cristo y son todos miembros entre sí. Pero nuestros
dones y capacidades difieren de los de los demás, y cada cual tiene que usar
los que le suministra la gracia de Dios. Si tiene uno el don de profecía, debe
hablarse de acuerdo a la proporción de fe ; si su lugar es el de servicio, que
sirva en sujeción al Señor; si tiene el don de enseñanza, hay que cumplirlo con
humildad; si el de exhortador, debe estimular a los hermanos en el amor de
Cristo; si Dios le confía bienes terrenales para que los distribuya
generosamente para aliviar las necesidades de los hermanos o para propender la
obra del evangelio, hágalo con sencillez y sin ostentación, no atrayendo la
atención sobre sí mismo ni sobre los bienes que posee; si tiene talento para
dirigir la iglesia de Dios, debe hacerlo como pastor diligente, como pastor de
almas; si se leindica que debe mostrar misericordia a los necesitados o a
quienes no la merecen, debe hacerlo con alegría de corazón.
El amor debe ser genuino sobre todas
las cosas, sin pretensiones ni hipocresías, aborreciendo lo que es malo y
aferrándose a lo que es bueno.
¡Cuánto necesitamos la
sencilla exhortación del versículo 10! "Amaos los unos a los otros con
amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros."
En otro lugar escribe:
"Sed benignos unos con otros". Cuán rara es esta verdadera virtud
cristiana! ¡Cuán a menudo el pretendido celo por la verdad o por la posición
eclesiástica, seca la savia de la amabilidad humana! Sin embargo, ésta es una
de las más genuinas virtudes cristianas. El Dr. Griffith Thomas solía contar de
un viejo pastor escocés que decía con frecuencia a su congregación:
"Recordad que si no sois muy benignos, no sois muy espirituales".
¡Con cuánta frecuencia encontramos gente que imagina que existe incongruencia
entre espiritualidad y amabilidad y bondad! ¡En qué forma tan distinta hablarían
los cristianos los unos de los otros y actuarían entre sí, si tuvieran
continuamente presente estas admoniciones!
No vale la pena examinar cada
versículo en particular. Cada una de ellas habla por sí misma. Conviene hacer
notar, con todo, que en el versículo 16 el apóstol no inculca en realidad la
condescendencia de un superior a un inferior, sino que lo que dice es: "No
vayáis en pos de las cosas encumbradas. Permaneced con los humildes". Es
probable que en los últimos cinco versículos tenga en vista al mundo y no a sus
prójimos creyentes; con todo y desgraciadamente, las mismas admoniciones son
necesarias en las relaciones entre prójimos creyentes. No siempre es posible
vivir pacíficamente ni aun con hermanos en la fe, no digamos nada con la gente del
mundo. De ahí que diga: "Si es posible, en cuanto dependa de
vosotros, estad en paz con todos los hombres". No faltan personas que
tienen dificultad con la expresión, "Dejad lugar a la ira" del
versículo 19. Yo entiendo que el apóstol quiere decir esto: "No tratéis de
vengaros vosotros mismos. Dejad el juicio a Dios. Si es necesario expresar ira,
dejad que El lo haga, no vosotros, porque está escrito: Mía es la venganza,
yo pagaré, dice el Señor".
Savonarola dijo: "La vida
cristiana consiste en hacer el bien y en sufrir el mal". El cristiano no
debe arreglar cuentas por sus propias manos. Debe actuar bajo la luz de los
versículos 20 y 21 en la seguridad de que Dios no permitirá que ningún mal le llegue
por culpa de otros que a la postre no redunde en beneficio para él.
Esta conducta no es la
natural, pero es posible cumplirla al hombre que anda en los caminos del Señor.
Un joven noble se quejó a Francisco de Asís acerca de un ladrón. "El
ratero —exclamó— me ha robado las botas". "Corre rápido detrás de él
—le contestó Francisco—, y dale las medias". Este es el espíritu del Señor
Jesús quien "cuando le maldecían, no respondía con maldición", y para
el odio ofreció amor.
Es imposible que alguien deje
de observar la semejanza que existe entre estas exhortaciones y las enseñanzas
de nuestro bendito Señor contenidas en el llamado Sermón de la Montaña. Sin
embargo, la diferencia es inmensa. En el Sermón de la Montaña las palabras
constituyen las letras de agua del discipulado mientras espera la llegada del
reino que todavía ha de ser manifestado. En cambio, aquí tenemos le exhortación
de caminar de acuerdo a la nueva naturaleza que hemos recibido como hijos de
Dios. No es para que "seamos hijos de nuestro Padre que está en los
cielos". Es la manifestación de la obra del Espíritu de Dios en quienes
pertenecemos a la nueva creación.
El creyente frente al gobierno
y a la sociedad.
Secciones finales
Secciones finales
Capítulos 13 al 16
Está fuera de toda duda que la
posición del cristiano en este mundo es necesaria y peculiarmente difícil bajo
el orden actual de cosas, y hasta diríamos que es anómala. El es ciudadano de
otro mundo, un pasajero extranjero y peregrino que transita por tierra extraña.
Presumiblemente leal de corazón a su Rey verdadero, a quien el mundo rechazó y
creyó digno solamente de la cruz de un malhechor, se encuentra llamado a
caminar de un modo santo, piadoso y circunspecto en un ambiente donde Satanás
el usurpador es príncipe y dios. Con todo, no ha de ser anarquista ni debe
despreciar el orden presente de cosas. Su norma debe ser siempre: "Es
menester obedecer a Dios antes que a los hombres". Sin embargo, no ha de
mostrarse opuesto a los gobiernos humanos aunque la administración esté en
manos de gente de lo más impía. A medida que entramos al estudio de este
capítulo 13, será bueno recordar que quien estaba sentado en el trono del
imperio cuando Pablo escribió la exhortación de obediencia a los poderes
existentes. Fue una de las bestias más viles en forma humana que jamás detentó
el poder; un hombre tan brutal y sensual que abrió el cuerpo de su propia madre
para ver el vientre que lo engendró; un ególatra perverso y fanfarrón del tipo
más despreciable, cuyas crueldades e injusticias pasan el límite de todo lo
descriptible. Sin embargo, Dios en su providencia permitió que este villano
endemoniado luciera la diadema del imperio más grande que el mundo ha visto. El
mismo Pablo lo designa en otro de sus escritos como bestia salvaje, porque
cuando envía su mensaje a Timoteo, el joven predicador, le dice: "Dios me
ha librado de la boca del león". Aunque los poderes del emperador estaban
más o menos circunscritos por las leyes del Senado, con todo, su mandato era de
tal naturaleza que causó ruinas y desastres a muchos cristianos primitivos.
¡Tuvieron que demostrar una fe muy grande para obedecer las instrucciones
impartidas por el Espíritu de Dios en los primeros siete versículos de este
capítulo! Ysi los cristianos fueron llamados a ser obedientes bajo semejante
gobierno, por cierto no hay lugar a sedición orebelión bajo ningún gobierno de
la tierra. "Los tiestos de la tierra pueden luchar con los tiestos de la
tierra" yun gobierno puede derrocar a otro gobierno, pero sea cual fuere
el gobierno instituido en un momento dado, el cristiano debe mostrarse sujeto a
él. Cuenta con el recurso de la oración si los edictos son tiránicos e
injustos, pero no debe rebelarse contra él. Yo sé que estas afirmaciones
parecerán muy difíciles a algunos de los que me escuchan, pero si
alguien las duda, lea cuidadosamente el pasaje que estamos considerando:
"Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay
autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas"
(13:1).
Tales palabras no tratan de
establecer el derecho divino de los reyes, sino simplemente que Dios, que
coloca a un hombre y depone a otro de acuerdo a su propósito sabio e infinito,
ordena que ciertas formas de gobierno o ciertos gobernantes estén en el lugar
de autoridad en un período dado. El libro de Daniel declara que Dios coloca a
veces los hombres más bajos para gobernar a las naciones para castigarlas por
sus maldades; pero, sea como fuere, no podría haber autoridad si no fuera
providencialmente permitida y reconocida por Dios mismo. El versículo 2 afirma
que resistir a tal autoridad es resistir una ordenanza divina. Pero sería ir
muy lejos decir que quienes resisten a la autoridad recibirán condenación, si
por "condenación" queremos significar castigo eterno. Aquí, lo mismo
que en 1 Corintios 11, la palabra significa juicio, pero no
necesariamente en el sentido eterno. Los gobernantes no son terror a los que
hacen bien sino a los malos. Hasta Nerón respetó a quienes obedecían a la ley.
La razón por qué persiguió a los cristianos fue porque le informaron que ellos
se oponían a las instituciones existentes. Quien, pues, no quiere temer a
quienes están en autoridad, debe vivir en obediencia a la ley, hacer bien y su
rectitud será reconocida porque el gobernante es siervo de Dios "para
tu bien". Pero el que hace mal y viola las instituciones del país, debe
temer, porque Dios mismo coloca en la mano del magistrado la espada, no para
adorno solamente, sino "porque es servidor de Dios, vengador para castigar
al que hace lo malo". El cristiano, entonces, es llamado a estar sujeto a
su gobierno para evitar toda condenación y mantener una conciencia limpia
delante de Dios. Pague los impuestos, aunque a veces le parezcan injustos y
excesivos, satisfaciendo a todos lo que debe, cumpliendo honradamente con los
tributos y demostrando que en todas las cosas quiere ser leal a su gobierno.
Se observará que toda la
instrucción que se imparte en estos versículos coloca al cristiano en la
situación de sujeción y no de autoridad. De otra parte, si en las providencias de
Dios el cristiano vista la púrpura o puesto en autoridad, está obligado a
comportarse de acuerdo con la Palabra de Dios.
El resto del capítulo se ocupa
de la relación que el cristiano guarda con la sociedad en general, y eso en
vista del regreso del Señor y del término mediato de la dispensación presente.
El cristiano debe mantener la actitud de un dador y no de un deudor; no debe
mantener deudas con nadie. Debe dejar que el amor fluya libremente a todo el
mundo, porque cada uno de los preceptos morales de la segunda tabla de la ley,
que presenta los deberes del hombre para con sus prójimos, está resumido en las
palabras: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo".
Quien ama de este modo jamás podrá ser culpable de adulterio, asesinato, robo,
mentira o codicia. Es imposible que el amor se traduzca en alguna de estas
formas de actuar. "El amor no hace mal al prójimo; así que elcumplimiento
de la ley es el amor", y así es cómo se cumple en nosotros la justa
requisitoria de la ley, no según la carne, sino según el Espíritu como ya vimos
cuando examinamos el capítulo 8:14.
Cada día que pasa acerca más
el fin de la dispensación de la gracia y el retorno del Señor. No es cuestión
de que el cristiano esté durmiendo entre los muertos, sino que debe estar bien
despierto a sus responsabilidades y privilegios, realizando que la salvación
que esperamos está más cercana que cuando creímos, esto es, la redención del
cuerpo. La noche en que Satanás ejerce dominio sobre este mundo está llegando a
su fin. Ya está alumbrando la luz del nuevo día. Por consiguiente quienes han
sido salvados por gracia no deben participar de las obras infructuosas de las
tinieblas sino que, cual soldados, deben estar pertrechados con la armadura de
luz, situados en las posiciones, que pertenecen a Dios, viviendo
incorruptiblemente como si estuvieran a la plena luz del sol, no en
deshonestidades y glotonerías de clase alguna, ni en pendencias y envidias,
sino vestidos del Señor Jesucristo como hombres y mujeres que confiesan que son
uno con su Señor, que toman su lugar en la muerte del Salvador de un modo
práctico y no dan lugar a las demandas y deseos de la carne.
Los dos versículos finales del
capítulo 13 son los que hablaron de un modo tan perentorio al corazón de
Agustín de Hipona. Este joven, después de haber vivido muchos años una vida
miserable de disipación, tenía miedo de confesar públicamente a Cristo aun
cuando estaba convencido intelectualmente que debía ser un cristiano de hecho y
en verdad, porque no creía poder mantener en sujeción a la naturaleza carnal y
quería evitar correr el riesgo de traer descrédito a la obra cristiana si se
identificaba con ella. Pero resultó que un día fue leyendo estas palabras:
"Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en
lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor
Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne", y mientras leía el
Espíritu de, Dios le abrió los ojos del alma y comprendió que el poder de la
victoria no estaba en él sino en el hecho de que él se identificaba con el
Salvador crucificado y resucitado.
Al contemplar por medio de la
fe el rostro de su divino Salvador y a medida que el Espíritu Santo le mostró
algo de lo que significa la unión con Cristo, Agustín obtuvo la seguridad de la
salvación y comprendió lo que es la victoria sobre el pecado. En cierta ocasión
en que inesperadamente se enfrentó con una de las bellezas de tiempos
anteriores pero que ahora no la necesitaba para nada, dio media vuelta y salió
corriendo. Ella fue tras él exclamando: "Agustín, Agustín, ¿por
qué corres? Soy yo". Mientras él corría aún más ligero le
contestó: "Corro, pero no soy yo quien corre". Fue así
cómo no hizo más provisión para la carne.
En el transcurso del capítulo
14 y en los primeros siete versículos del 15 el Espíritu Santo da hincapié a
las responsabilidades que el creyente tiene hacia sus hermanos más débiles en
la fe. Tiene que comportarse caritativamente con quienes poseen menos luz que
él.
Los débiles en la fe, es
decir, aquellos cuya conciencia les ocasiona dificultades acerca de motivos
indiferentes por causa de no estar bien instruidas, deben ser recibidos y
tratados en el espíritu cristiano que describe el pasaje y no hay que juzgarlos
por las preguntas que formulan a los pensamientos dudosos que puedan albergar.
Este principio tiene un alcance muy vasto e indica la ampliatud de la caridad
cristiana que debe prevalecer sobre el espíritu legalista en el cual es tan
fácil caer. La vida, y no la luz, es la base que abre el camino a recibir los privilegios
cristianos. Todos los que son hijos de Dios deben ser reconocidos como miembros
participantes del Cuerpo de Cristo y acordárseles el lugar que les corresponde
en la comunidad cristiana como almas que han sido compradas por la sangre de
Cristo, a menos que vivan en abierta pecaminosidad. Es necesario no confundir
debilidad con pecaminosidad. Según 1 Corintios 5 la persona inicua debe ser
separada del Cuerpo de Cristo, pero el hermano débil ha de ser recibido y
protegido.
Por supuesto, aquí no se habla
de la recepción a la comunión. Quien es débil en la fe ya pertenece a ella. No
debe ser mirado fríamente ni juzgado por sus pensamientos vacilantes, sino
cordialmente para considerar su caso de conciencia con ecuanimidad, porque es
posible que se trate de un hermano que esté aún bajo la influencia de la ley en
lo que toca a cosas limpias e inmundas o que tenga dificultades con los días
llamados santos. En el primer caso el hermano que es fuerte en la libertad que
es en Cristo, cree que puede comer de todas las cosas, porque no lo provocan
cuestiones en cuanto a su limpieza ceremonial. En cambio, el hermano débil teme
contaminarse y persiste en una dieta vegetal por no participar de lo que ha
sido dedicado a los ídolos, o lo que no es "kosher", esto es, limpio
según el concepto levítico de la ley.
Quien sea "fuerte"
no debe mirar con sorna a su hermano demasiado escrupuloso. Por otra parte, a
la persona "débil" se le prohíbe acusar al más fuerte de insincero e
inconsistente.
O si se trata de la cuestión
de días y un hermano que tiene una conciencia legal posiblemente sostiene
todavía la santificación del sábado judío, mientras otro considera que todos
los días son iguales ahora y los dedica a la gloria de Dios, cada cual debe actuar
como delante de la presencia del Señor y estar "plenamente
convencido en su propia mente".
¿Quién otorga autoridad a un
siervo para reglamentar a otro? Los dos tienen que dar cuenta al mismo Amo, y
El reconocerá la integridad del corazón y defenderá lo que es suyo. Cuando
existe sinceridad y cada uno busca la gloria del Señor, los dos deben actuar
como si se hallaran en la presencia inmediata de Dios. Está fuera de toda duda
de que si este principio se aplicara de un modo más integral entre los hermanos
y santos que han sido salvados por el mismo Dios y Señor, habría una comunión
más estrecha y se evitarían muchos dolores de cabeza.
No vivimos para nosotros
mismos. Lo queramos o no, afectamos continuamente la vida de nuestros
semejantes para bien o para mal. Reconozcamos nuestra responsabilidad al Señor,
entonces, porque somos de El y servimos a El, ya sea en la vida o en la muerte.
"Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser
Señor así de los muertos como de los que viven." (Es indudable que la
frase "y volvió a vivir" es una interpolación innecesaria que se
omite en todas las versiones críticas.)
Todos hemos de encontrarnos
ante el tribunal de Dios, donde Cristo mismo será el Arbitro y revelará qué hay
en su propia mente. Tenemos que esperar hasta entonces, recordando que nosotros
mismos tendremos que dar cuenta a El de nuestros actos. En vista de esto,
"no nos juzguemos más los unos a los otros" y practiquemos el
autojuicio, tratando de comportarnos de tal manera que no seamos piedra de
tropiezo en el camino de ningún hermano débil en la fe.
Aun en el caso de que uno
mismo esté perfectamente persuadido de que su conducta cuadra con la libertad
cristiana, no debe enrrostrar al más débil esa libertad, no sea que arruine a
"aquel por quien Cristo murió". Véase igualmente 1 Corintios 8:11.
Naturalmente, lo que aquí está en juego es la ruina del testimonio, porque
envalentonado por el ejemplo del que es fuerte, puede aventurarse a ir más allá
de los límites de la conciencia y aparejar para sí un sentimiento de
condenación o llegar a descorazonarse, creyendo que los demás son
inconsistentes y apartarse de la compañía cristiana.
Después de todo, los asuntos
de comidas y bebidas son de poca monta, "porque el reino de. Dios no es
comida ni bebida", es decir, no tiene nada que ver con temporalidades que
afectan al reino humano solamente, sino que es espiritual en su carácter y se
halla unido a "justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo". Quien está
ejercitado en estas cosas (aunque equivocado en cuanto a las otras), sirve a
Cristo, es aceptable a Dios y aprobado de los hombres.
Toda persona normal aprecia la
sinceridad. "Sigamos lo que contribuye a la paz y a la mutua
edificación".
Es mucho mejor abstenerse de
alguna cosa a que se tenga derecho y que pueda molestar a la conciencia de un
hermano más débil ,que insistir en nuestra libertad y ser responsable de su
fracaso y del malogro de su discipulado.
Si alguien tiene una fe que.
le permite hacer con seguridad lo que otro condena, hágalo por sí mismo delante
de Dios y no flagrantemente a la vista de quien es más débil. Pero asegúrese
que. no se condena a sí mismo al profesar que el asunto es perfectamente claro
para él o para ella, porque quien persiste en un curso determinado y no tiene
realmente paz en la presencia de Dios por lo que hace, no actúa en fe y por
consiguiente se condena —aunque no en el sentido de condenación eterna—, porque
"lo que no proviene de fe, es pecado". Esto quiere decir
que si yo me comporto contrariamente a lo que creo que es correcto, en realidad
peco contra mi conciencia y contra Dios aun cuando mi acto no tenga nada de
inmoral.
El apóstol resume todo en el
capítulo 15. El que es fuerte debe sobrellevar la carga de los débiles, es
decir, compenetrarse con simpatía de sus dificultades y no insistir en la
libertad para agradarse a sí mismo. Cada cual debe tener en vista el bienestar
de su prójimo, buscar su progreso y no tratar de destruir la fe insistiendo en
su propia libertad personal. Se puede demostrar la verdadera libertad
renunciando a lo que puede perjudicar a una persona más débil.
Cristo es el gran ejemplo en
este sentido. El que jamás hubiera tenido necesidad de someterse a ningún
requisito de la ley mosaica, se sometió volunta riamente a cumplir cada
precepto de la ley y hasta más allá de lo que la ley exigía, como cuando pagó
el tributo del templo, diciendo: "para que no se escandalicen", y
echándose encima el vituperio de quienes reprochaban a Dios. Su conducta
exterior fue tan inmaculada como su vida interior; sin embargo, los hombres lo
vituperaron como vituperaron a Dios.
El versículo 4 subraya la
importancia del Antiguo Testamento. "Porque las cosas que se escribieron
antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y
la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza", palabras
que deben relacionarse con 1 Corintios 10:6, 11. "Toda la Escritura no
habla de. mí, pero toda la Escritura es para mí", es una frase que bien
vale la pena recordar.
El apóstol cierra esta sección
orando para que "el Dios de la paciencia y de la consolación" dé a
los santos una misma mente entre sí según Cristo Jesús, cuyo ejemplo cita, para
que todos concordes glorifiquen al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Si
esto se realiza, entonces la mente y la boca deben marchar al unísono. Por eso
exhorta que los creyentes deben recibirse mutuamente en amor, del mismo modo
que Cristo los recibe para la gloria de Dios. Porque si Cristo, mediante su
gracia, puede recibirnos tal como somos —fuertes o débiles— y capacitarnos para
su gloria, demás está decir que nosotros debemos mostrarnos cordiales y
semejantes a Cristo en el trato de los unos para con los otros. Repito que aquí
no tenemos en vista a quienes pueden ser recibidos en la compañía cristiana,
sino el reconocimiento de quienes ya forman parte de ella.
Los versículos 8 al 13 ponen
fin al tema de la epístola, o sea la justicia de Dios. Todo cuanto sigue tiene
la naturaleza de posdata y apéndice.
Preguntamos ahora, ¿qué es lo
que se ha demostrado en este tratado tan completo? "Que Cristo Jesús vino
a ser siervo de la circuncisión para mostrar la verdad de Dios, para confirmar
las promesas hechas a los padres, y para que los gentiles glorifiquen a Dios
por su misericordia", o sea que el apóstol pone al descubierto que nuestro
Señor vino al mundo de acuerdo con las promesas del Antiguo Testamento. El
apóstol Pablo ingresó al redil cristiano penetrando por la puerta, tal como se
describe en el capítulo 10 del Evangelio de Juan, y fue designado divinamente
ministro de los judíos, todo lo cual confirma las promesas del pacto. Aunque
lanación judía rechazó a Cristo, esto de ninguna manera invalida el ministerio
del apóstol sino que abre más ampliamente que nunca la puerta de misericordia a
los gentiles, aunque en plena concordancia con las escrituras judías. Por eso
cita pasaje tras pasaje para remachar la verdad que ha enseñado ya de un modo
tan claro: que se supo y estaba predeterminado que los gentiles habrían de
escuchar el evangelio y que se les daría la misma oportunidad para salvarse que
a los judíos. Sabemos que tal "misericordia" trasciende todo cuanto
fue revelado en los tiempos pasados, puesto que ahora tenemos "la
revelación del misterio" a la cual alude en los versículos finales del
capítulo siguiente. Pero el punto que acentúa aquí es que lo que alega no
contradice las predicciones de los profetas, sino que está de acuerdo en todas
sus partes con lo que a Dios plugo revelar de antemano. Por esto el escritor
despliega magistralmente el evangelio y los resultados y lo lleva a la
conclusión cuando dice: "Y el Dios de esperanza os llene de todo gozo y
paz en el creer, para que abundéis en esperanza por el poder del Espíritu
Santo" (versículo 13). ¿En creer qué cosa? Pues en creer sencillamente las
grandes verdades expuestas en la epístola, las realidades tremendas de nuestra
santísima fe, presentándonos la ruina que el pecado causa en el ser humano y
que quita y anula la redención que es por el Señor Jesucristo. Cuando creemos
todo esto somos llenos de gozo y paz porque miramos en lontananza la
consumación de todo ello cuando regrese nuestro Señor. Entre tanto caminamos en
la presencia de Dios mediante el poder de su Espíritu que mora en nosotros,
quien es el único que hace que estas cosas tan preciosas sean reales en nuestra
alma.
El resto del capítulo asume un
carácter personal porque el apóstol abre el corazón a la confianza de los
santos que están en Roma y les habla de sus experiencias y del propósito que
tiene de visitarlos. Por los informes que le han llegado se. persuade de que se
encuentran en un muy buen estado de salud espiritual, "llenos de bondad,
llenos de todo conocimiento, de tal manera que podéis amonestaros los unos a
los otros", y al punto que no piensa ir a ellos como una especie de
inspector sino que cree que tiene un ministerio que le es encomendado por Dios
que sería provechoso para esa iglesia. Además, Roma era parte del gran mundo
gentil al cual
ha sido enviado y al que. es
especialmente aplicable su ministerio, "para que los gentiles le sean
ofrenda agradable, santificada por el Espíritu Santo". Israel ya no es la
nación separada sino que el evangelio es para todos por igual.
Es perfectamente comprensible,
entonces, que creyera poder visitarlos tan pronto se le ofreciera la
oportunidad, porque al apóstol le pareció que su misión al Asia Menor y a
Europa Oriental estaba virtualmente cumplida y que dentro de poco tiempo podría
dirigirse. hacia el occidente en busca de España y que en el camino llegaría
hasta Roma. Mientras tanto iría a Jerusalén a llevar la ofrenda de los santos
de Macedonia y Acaya para los creyentes necesitados de Judea. Y tan pronto
hubiera terminado con esta parte del trabajo, abrigaba la esperanza de poder
visitar a España. El hecho de que el futuro estuviera sellado para él, fue un
acto de la misericordia divina. ¡ Cuán poco se daba cuenta de lo que dentro de
muy breve tiempo tendría que sufrir por el nombre de Cristo ! Bien. dice el
adagio popular que "el hombre propone y Dios dispone". El tenía otros
planes para su fiel siervo que incluían lavisita a Roma, ¡ pero encadenado !
En la seguridad de que con el
andar del tiempo él habría de llegar a ellos "con abundancia de la
bendición del evangelio de Cristo", les ruega que oren. por el éxito de la
misión que debe cumplir entre los connacionales y para que sea librado de los
judíos incrédulos. La plegaria fue contestada, ¡ pero en que forma distinta a
la que él anticipaba !
El capítulo 16 comprende en
gran parte los saludos que envía a los santos que él conoce, que entonces moran
en Roma y de otros que lo acompañan. Los dos primeros versículos constituyen
una especie de carta de recomendación de Febe como diaconisa de la iglesia de
Cencrea, población que estaba al sur de Corinto en Acaya (Hechos 18:18). Ella
era sin duda bien conocida por Aquila y Priscila (a quienes nombra el versículo
siguiente, aunque en orden inverso), pero el apóstol no la confía al recuerdo
del ayer que pueden albergar sus amigos sino que por su carta asegura a los
santos de Roma la posición que Febe ocupa en la iglesia.
La asociación del apóstol con
Aquila y Priscila es tan íntima que los considera como a miembros de su propia
familia y no olvida cómo expusieron la vida por causa de él. Era en casa de
ellos que se reunía una de las iglesias de Roma. En la ciudad se encontraba
también Epeneto, otro de las primicias de sus trabajos en Corinto.
Al repasar la larga lista de
nombres y observar ladelicadeza de matices, los recuerdos afectuosos, las
pequeñas diferencias en las recomendaciones que trasluce, nos sentimos muy
ligados a aquellos creyentes de la iglesia primitiva y quisiéramos saber más de
su historia y experiencias. Nuestro interés se acrecienta al notar que
Andrónico y Junias son parientes del gran apóstol, "los cuales fueron
antes de mí en Cristo", y nos preguntamos si sus oraciones en favor de su
destacado joven pariente habrán influido en su conversión tan notable.
Herodión es otro pariente que
menciona el versículo 11 sin decir si convertido antes o después que Pablo.
La construcción del versículo
13 deja entrever un detalle muy humano: "Saludad a Rufo, escogido en el
Señor, y a su madre y mía". La matrona cristiana anónima había ministrado
a las necesidades del apóstol en alguna parte de sus viajes, y él recuerda con
gratitud especial las atenciones que le había dispensado en tales ocasiones.
Todos los nombres interesan y
desde ya anticipamos el gozo que tendremos al conocerlos personalmente "en
aquel día" al saber más de la dedicación que tuvieron al Señor y de los
sufrimientos que experimentaron por el nombre de Cristo. Por ahora vamos a
separarnos de ellos.
Antes de agregar los saludos
de sus compañeros demilicia, Pablo envía una palabra de advertencia contra los
falsos maestros que aparece en los versículos 17 y 18 y dice: "Os ruego,
hermanos, que os fijéis en los que causan divisiones y tropiezos en contra de
la doctrina que vosotros habéis aprendido, y que os apartéis de ellos. Porque
tales personas no sirven a nuestro Señor Jesucristo, sino a sus propios vientres,
y con suaves palabras y lisonjas engañan los corazones de los ingenuos".
Los obradores de maldad mencionados en este párrafo no son maestros cristianos
equivocados sino hombres impíos que se han adentrado desde afuera, como indica
Judas en su epístola. No son siervos de Cristo sino instrumentos del diablo,
introducidos por el mundo para corromper y dividir al pueblo de Dios. Resulta
terrible aplicar estas palabras a cristianos verdaderos, quienes, a pesar de
estar equivocados, aman al Señor y se interesan por su pueblo y desean
bendecirlo. Filipenses 3:17-19 menciona también a esta clase de gente,
"cuyo dios es el vientre", vale decir, su propia gratificación.
"Porque andan muchos —dice el apóstol—, de los cuales os dije muchas
veces, y aun ahora lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo; el
fin de los cuales será perdición, cuyo dios es el vientre, y cuya gloria es su
vergüenza; que sólo piensan en lo terrenal". Estos pertenecen a la misma
categoría que los miserables forjadores de división que menciona este capítulo
de Romanos. Tengamos, pues, muchísimo cuidado al acusar a verdaderos siervos de
Cristo como integrantes de este grupo impío, aun en el caso en que la verdad
nos obligue a disentir con ellos ciertas enseñanzas que practican o predican.
Aunque el apóstol advierte a
los creyentes de Roma acerca del peligro que existe en escuchar a hombres de
este tipo, les hace saber que sólo tiene buenos informes en cuanto a la
actuación de ellos y que espera con vehemencia que mantendrán los éxitos conquistados.
¡Al poco tiempo fue precisamente esta iglesia la que abrió las puertas a los
falsos maestros contra quienes fuera prevenida, al punto que en el Siglo VII
estaba ya el papado entronizado en Roma!
Pablo quiere que seamos
simples e ingenuos frente a lo que es malo y nocivo y sabios para con
todo lo que es bueno, sin ocuparnos del error sino de la verdad. Esa verdad
pronto ha de triunfar cuando el Dios de paz aplaste a Satanás debajo de los
pies de sus santos.
Los versículos 21 al 24
comprenden los saludos finales de Pablo y sus compañeros en el ministerio
cristiano. Timoteo y Lucas están con él. Ahora descubrimos que Jasón es
pariente cercano del apóstol (véase Hechos 17:5 al 9), lo que explica en buena
parte la recepción que se dispensó a Pablo en Tesalónica y el esfuerzo que
realizó en su favor. Sosípater, que también es pariente, se halla junto a él
también.
Tercio, el escribiente que
actuó como amanuense del apóstol, añade sus saludos. Si no hubiera sido por
este detalle, quién sabe si hubiéramos sabido el nombre del que escribió para
Pablo la carta.
El "Gayo, hospedador
mío" del versículo 23, ¿es el mismo Gayo que recibió a los hermanos que.
iban de viaje y que Juan alaba por su hospitalidad en su tercera epístola ? No
lo sabemos pero por lo menos fue un hombre que tuvo el mismo espíritu. A Erasto
lo hemos encontrado ya (véase Hechos 19: 22 y 2 Timoteo 4:20), pero Cuarto no
es mencionado en ninguna otra parte. Los nombres Tercio y Cuarto parecerían
indicar que se hubiera tratado de esclavos, o personas que lo hubieran sido,
pues en aquella época era común numerar los esclavos.
La epístola termina con el
versículo 24 y marca la genuinidad paulina. Consúltese 2 Tesalonicenses 3:17 y
18. Podría decirse que la palabra "gracia" es el término secreto que
presta genuinidad a sus escritos. Vale la pena observar que también aparece en
Hebreos 13 : 25 y que no se encuentra en ninguna carta que no sea paulina.
Los versículos 25 al 27
constituyen un apéndice con el que une el desarrollo maravilloso del evangelio
con ese "misterio" que constituye la misión especial que tiene que
hacer conocer a los gentiles y que presenta de un modo tan magnífico en el
capítulo 3 de la carta a los Efesios y en otras partes de sus escritos.
"Al que puede confirmaros
según mi evangelio y la predicación de Jesucristo, según la revelación del
misterio que se ha mantenido oculto desde tiempos eternos, pero que ha sido
manifestado ahora, y que por las Escrituras de los profetas, según el mandamiento
del Dios eterno, se ha dado a conocer a todas lasgentes para que obedezcan a la
fe, al único y sabio Dios, sea gloria mediante Jesucristo para siempre.
Amén."
A Pablo se le encomendó un
doble apostolado: el del evangelio relacionado con un Cristo glorificado y el
de la Iglesia, el misterio escondido en Dios desde antes de la creación del
mundo pero que ahora ha sido revelado por el Espíritu Santo. Este doble
ministerio se encuentra detallado en Colosenses 1: 23-29 y Efesios 3:1-12.
"El misterio" no es
algo dificultoso ni de carácter misterioso en el sentido corriente de la
palabra, sino unsecreto sagrado que jamás supo la humanidad hasta el momento en
que fue revelado por el Espíritu Santo por intermedio del apóstol Pablo, y él
lo comunicó a todas las naciones para que fuera obedecido por medio de la fe.
No estaba escondido en las Escrituras para que fuera sacado a luz
eventualmente. Se nos dice de un modo terminante que estaba escondido en Dios
hasta que llegara el tiempoen que El lo haría manifiesto. Y esto no tendría
lugar hasta que. Israel hubiese tenido toda clase deoportunidades de recibir a
Cristo, tanto en su encarnación como en su resurrección. Recién cuando Israel
rechazó definitivamente a Cristo, Dios hizo conocer lo que desde toda eternidad
abrigaba en su corazón: que de entre todas las naciones, judíos y gentiles, El
redimiría y formaría una compañía electa, que bautizada por el Espíritu Santo
se constituiría en un Cuerpo asociado con Cristo en la forma más íntima
(Efesios 5 la asemeja a la unión del esposo con la esposa, y de la cabeza con
el cuerpo), no solamente en esta era sino para todos los siglos por venir.
Este. gran misterio de Cristo
y de la Iglesia ha sido manifestado ahora y hecho conocer por las escrituras
proféticas, no "por las Escrituras de los profetas" como dice la
versión corriente. Es evidente que el significado es por los escritos de
hombres inspirados, los profetas del Nuevo Testamento, quienes son los
escritores de estos tiempos de la luz del evangelio y del testimonio cristiano.
No es tampoco una teoría muy
hermosa y maravillosa o un sistema doctrinario que ha de ser recordado por el
intelecto. Comprende la identificación actual con Cristo durante la era en que
se le rechaza y por consiguiente se hace conocer a todas las naciones para la
obediencia a la fe. Esta posición no la desarrolla la epístola a los Romanos
porque, como hemos visto, el gran tema de ella es la justicia de Dios revelada
en el evangelio. Con todo, la toca de paso para unir el desarrollo del
evangelio en esta carta con la revelación del misterio, tal como lo presenta en
las epístolas llamadas "de la prisión" especialmente. Esto de ninguna
manera quiere decir que en Efesios o Colosenses tengamos alguna verdad nueva o
superior a la que se nos ofrece en Romanos o los escritos <!--[if
!vml]--> anteriores. Todos forman parte de un todo y constituyen el cuerpo
de enseñanza que el apóstol proclamara a través de sus largos años de
ministerio, pero que no se encuentra completa en ninguna de sus epístolas. El "misterio"
de Romanos 16:25 es el mismo que el que aparece en las cartas posteriores y que
forma siempre parte integral de su mensaje. No sería necesario decir estas
cosas a no ser por el hecho de que existen quienes quieren divorciar en
nuestros días el ministerio de Pablo tal como lo presenta el libro de los
Hechos de los Apóstoles del que está incorporado en las últimas cartas que
escribió una vez que los judíos de Roma rechazaron su mensaje, tal como se
relata en Hechos 28. El apéndice de esta epístola a los Romanos constituye la
negación completa de tal afirmación. Está añadido aquí para declarar la unidad
de su ministerio del evangelio y de la Iglesia, aunque sus características
tienen dos aspectos.
Con esto damos fin a nuestro
estudio algo rápido, en la esperanza de que el examen hecho a la epístola no
haya sido en vano, y que será para bendición y provecho siempre aumentativo de
todos los que esperan al Hijo de Dios desde el cielo.
"Al único y sabio Dios,
sea gloria mediante Jesucristo para siempre. Amén."
H A Ironside
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